jueves, 11 de octubre de 2007

Humildad y fe


Autor: Fray Nelson Medina http://www.fraynelson.com/

La humildad

Cuando se habla de santidad siempre sale a relucir la virtud de la humildad. Pero, ¿se puede ser humilde en el mundo de hoy que reclama competitividad, eficacia y una gran autoestima? Para empezar, hemos de recordar que el problema de la humildad no es exclusivo del mundo de hoy. Un recorrido por la historia antigua o reciente nos convencerá de que ser humilde nunca ha sido precisamente “popular”. Por otra parte, no olvidemos que en el cristianismo hay un llamado intrínseco hacia la excelencia, de modo que no podemos confundir humildad con mediocridad o con pobreza de miras.

Diferencias entre la propuesta cristiana y la propuesta “pagana”

Nuestra fe nos invita a amarnos, pero no de espaldas a Dios. De hecho hay que decir bien claro y bien alto que todo humanismo que excluya a Dios está traicionando al hombre. Las aspiraciones más profundas del corazón humano apuntan hacia Aquel que no puede ser reemplazado por ninguna criatura, ni siquiera por otro ser humano. Se menciona esto, porque el “amarse a sí mismo” según el mundo supone excluir a Dios, con odio o con indiferencia, y desde luego esta es la primera y más notable diferencia con la propuesta cristiana.

El amor “mundano” a sí mismo supone la exclusión del prójimo: que yo gane significa que tú pierdas. Por ello la competitividad hace de cada hombre un potencial adversario, con las fatales consecuencias que esto trae. En otro sentido, el amor a sí mismo “según el mundo” resalta y subraya ante todo las dimensiones físicas, materiales y corpóreas. Cuando a una persona se le habla en la publicidad de “quererse”, casi invariablemente el significado implícito es: “mime su cuerpo”, “mejore su figura”, “despierte sus sentidos”, “disfrute de su dinero”, o cosas parecidas. Las dimensiones más profundas del ser humano, como por ejemplo, el intelecto, la forja del propio carácter, el cultivo de la generosidad, la ternura, la solidaridad y sobre todo la misericordia se dan por excluidas.

Aún así, existe una manera de “competir” que es compatible con el Evangelio de Jesucristo. Recordemos que San Pablo habló de su propia “competencia”, en 1 Corintios 9,25-27:

“Los atletas se privan de todo; y eso ¡por una corona corruptible!; nosotros, en cambio, por una incorruptible. Así pues, yo corro, no como a la ventura; y ejerzo el pugilato, no como dando golpes en el vacío, sino que golpeo mi cuerpo y lo esclavizo; no sea que, habiendo proclamado a los demás, resulte yo mismo descalificado.”

Lo característico de este esfuerzo, sin embargo, es que no se realiza contra Dios, sino como un despliegue de la fuerza de amor que Dios mismo nos da con su gracia; y no crece cuando el prójimo se rezaga, sino que quiere, como lo quiere Dios, que:

“…todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (1 Timoteo 2,4)

Y además, es un esfuerzo que no se centra en lo físico ni lo material (tampoco lo desprecia ni lo condena) sino que eleva su meta hacia los ideales más específicamente humanos.

Hay varios textos bíblicos que nos ilustran sobre la importancia de la humildad. Uno que particularmente es impactante es aquel de Isaías:

“Pues en esto he de fijarme: en el mísero, pobre de espíritu, y en el que tiembla a mi palabra.” (Isaías 66,2)

El abajamiento del hombre, fastidio para los no creyentes

Reconocemos que el texto bíblico anterior resulta para muchos quizá chocante, pero a veces un poco de “choque” es bueno. Nadie dijo que Dios venía simplemente a aprobar lo que somos y lo que hacemos.

Aquí podemos plantearnos una pregunta que puede parecer ingenua: ¿A quién puede fastidiarle un texto así, y por qué? Evidentemente, no al que se siente abatido por las circunstancias o humillado por otros hombres, pues este sería “el mísero, pobre de espíritu”. Para este tal, las palabras de Isaías son una buena noticia: “¡Dios sí que conoce lo que me está sucediendo!” Dígase otro tanto de aquel que “tiembla” ante la palabra de Dios. A este se le está diciendo: en ti Dios pone su mirada, y esto también es una buena y grande noticia.

Ahora pensemos en alguien que siente o cree sinceramente que no necesita de nadie, o por lo menos no necesita de Dios. ¿Le importaría a una persona así lo que se ha citado del profeta Isaías? Lo más probable es que no. Una persona que creyera de modo absolutamente sincero que Dios no le importa no debería, en buena lógica, preocuparse por lo que ese Dios tiene para decirle o para objetarle.

Aunque si en el fondo de su conciencia presiente que Dios sí existe y que sólo Dios es el Señor, y que los imperios que está levantando caerán porque no tienen verdadera base, entonces Isaías 66,2 tiene que fastidiarle, pero tal fastidio es bueno, porque es saludable.

Ciertamente que con todo esto existe un riesgo de confundir y exasperar a aquel que no cree que esa palabra le importe, pero ve o considera que una institución, en este caso, el cristianismo o la Iglesia, al considerarse como vocera o representante de ese Dios, humilla y abaja al hombre, haciéndole creer que esa es la única forma de llegar hasta el Cielo.

Existe ese riesgo y sabemos que se han dado excesos. No podemos olvidar que la Iglesia peregrina está llamada a conversión, pues si ya fuera perfecta no sería peregrina... Mas al respecto hay dos cosas útiles de aclarar: primera, que el texto mismo, lejos de avalar esas actitudes prepotentes de los eclesiásticos, o de quien quiera que se trate, nos pone en guardia contra ellos, como indicando que se apartan de Dios quienes así obran, no importa cuántas investiduras tengan o aleguen.

Segunda aclaración, que la Biblia entera es lo más iconoclasta del mundo. Precisamente Isaías es uno de los grandes modelos del vigor y la libertad de la palabra profética, que en últimas es “palabra de Dios”. Las interpelaciones de Isaías a Ajaz o a Ezequías no tienen nada de adulación ni de servilismo; más bien son muestras potentes de cómo toda institución humana, incluso si tiene algún carácter sagrado, debe servir a Dios y a la salvación del hombre.

Es decir que la mejor respuesta a estos no creyentes en esta materia, respuesta también a quienes siguen consciente o inconscientemente una postura semejante, es decirles: lee bien lo que lees; quizá lo que tú criticas es puerta de salvación y de vida para ti y para otros.

La humildad, invitación al conocimiento de si mismo

El “temor de Dios” no nace de que Dios me amenace, sino del descubrimiento, pavoroso pero fecundo, de mi radical indigencia. Con ese descubrimiento cae por tierra toda la soberbia pretensión de construir un imperio a espaldas o en contra del Dios que me ha creado. Con ese descubrimiento viene también una mirada nueva a mi hermano: él es otro necesitado; requiere de mí, como yo también de él. Sin embargo, los bienes más grandes de la humildad no están en su “utilidad”, sino en el hecho mismo de abrir el corazón a la gratitud. “Dios no tenía que crearme”: este pensamiento, cuando ya se ha hecho el “descubrimiento” de que se viene hablando, mueve al alma a profunda agradecimiento y la dispone para la alabanza, la alegría y el testimonio.
Todo, pues, empieza en el conocimiento de uno mismo. Pero no hay que confundir esto con el budismo.

Santa catalina de Siena, la dominica seglar del siglo XIV enseña profusamente que todo el camino de la vida espiritual empieza con el conocimiento de sí mismo. En cuanto a lo del budismo, y otras religiones orientales, hay diferencias básicas. Todo conocimiento surge y depende de una luz. El ser humano, de hecho, puede ser conocido a la luz de diversas consideraciones y enfoques, por ejemplo, el que da la perspectiva del médico, o el del sociólogo, o el del filósofo. No todos estos conocimientos son de suyo “salvíficos”, aunque todos sean útiles, bellos y saludables.

Desde nuestra perspectiva, la luz fundamental es la que ofrece la vida, las palabras, los hechos, la pasión y la pascua de Nuestro Señor Jesucristo. Por eso el conocimiento de sí no se resuelve en puro ensimismamiento, ni en una especie de inmersión en la nada, cual sucede en el budismo.

Tenemos también la psicología, que pudiera en principio ayudar a ese conocimiento “salvífico” y por consiguiente a la humildad espiritual y a la santidad; pero hay que tener en cuenta que hay más de una corriente psicológica. Y es lamentable el sesgo de autosuficiencia y de racionalismo que padecen la mayor parte de las escuelas de psicología.

Esta ciencia, humana por excelencia, debería ser, la que de modo más próximo levantara la mente hacia el lenguaje de Dios. Pero sabemos que no sucede así, y en ello hay numerosas responsabilidades repartidas. Está todo el drama de la división entre la Iglesia y la ciencia moderna. Seríamos ingenuos si pretendiéramos que todas las culpas están afuera de la Comunidad creyente.

Lo razonable y lo racionalista

Y cuando hablamos de la psicología, que en cuanto ciencia requiere del ejercicio de la razón, surge de manera natural la inquietud por saber dónde está la frontera entre lo razonable y lo racionalista. Y vaya que es una pregunta difícil y profunda. No se pretende aquí agotar el tema que subyace a ella, pero sí decir algo. Es importante ante todo afirmar sin ambages que el límite entre lo razonable y lo racionalista no está en una cuestión de grado, es decir: no vale afirmar que lo racionalista surge cuando se da un “exceso” en el uso de la razón. Aún y cuando uno escucha y ha leído invitaciones a “no pensar tanto” las cosas de la religión, o que frecuentemente se opongan “pensar” y “creer”...

Así sucede, es verdad, pero no tiene que ser así. El racionalismo peca en cierto sentido por una falta de uso de la razón. Santo Tomas de Aquino, afirma que la fe no es una cancelación de la inteligencia, sino una perfección suya. La fe no humilla al entendimiento, sino que lo levanta. Además, Dios es un Dios de verdad y de la verdad. Cuando el Papa León XIII abrió los archivos vaticanos a las pesquisas de los investigadores dijo una frase memorable, que se lee ya en Job: “Dios no necesita nuestras mentiras”. No significa esto que la Iglesia se hubiera defendido con mentiras, sino que tiene en la verdad su mejor aliado.

Pero con respecto a la fe, pudiéramos confundirnos con lo anteriormente expuesto, al pensar que uno cree lo que no ve o lo que no entiende, pues si lo entendiera completamente o lo viera claramente, no tendría que creerlo.

Ante esto debemos precisar que fue sobre todo Sören Kierkegaard, quien difundió más ampliamente la idea de que la fe es una especie de “apuesta”, razonable sólo en el sentido de que se enuncia en un terreno donde ya no hay luces de la razón. Podemos referir también a un escriba filósofo, Martín Gardner, que toma precisamente esa posición errónea.

La cosa se plantea en estos términos: la razón humana puede iluminar una multitud ingente de problemas, pero para las cuestiones “últimas” se queda radicalmente corta. De acuerdo con esta posición, no tenemos ni tendremos evidencia racional última sobre asuntos tan importantes como la existencia de Dios o la inmortalidad del alma. Según Gardner, y seguramente muchos otros, uno que crea en esas solemnes afirmaciones no debería intentar probarlas racionalmente, sino limitarse a mostrar que no es irracional acogerlas. En un esquema así, el creyente es alguien que apuesta, en un sentido bastante literal de la palabra. Se trata de una versión remozada del deísmo del siglo XVIII, y así lo reconoce, no sin cierto orgullo, el mismo Gardner.

Una consecuencia que entonces surge claramente es que no es posible (ni razonable) ningún género de “evangelización”. Este “dios” del deísmo, sólo lejana aproximación nocional del Dios cristiano, es como una estrella pálida cuya única función parece ser no dejar en completa tiniebla los rincones oscuros del alma humana. Es un “dios” que, como otros ya han dicho, en cierto sentido se alimenta de nuestra ignorancia, en la medida en que presupone para su existencia aquello que resulta impenetrable a nuestra mente.

La fe cristiana no es eso. Frente a la angustia inarticulada de algunas versiones del existencialismo, se levanta ante todo el testimonio del apóstol san Juan. El día de la resurrección todo este cuarto Evangelio queda resumido en una expresión densísima:

“…y vio, y creyó” (Juan 20,8)

La frase tiene por sujeto al “discípulo amado”, imagen de todos los creyentes. El deísmo tiene que hacer de la fe una apuesta porque no tiene adónde ver. Nosotros, en cambio, a partir de la Encarnación del Hijo de Dios, tenemos adónde dirigir nuestros ojos. En esa carne, en esa historia, en ese testimonio reposa nuestra mirada, y apoyada allí se siente convocada, atraída, movida a afirmar mucho más de lo que ve. Entonces alcanza, o mejor: es alcanzada por el don de la fe.

El don de la fe y la razón

Podemos decir, entonces, que la fe surge de un proceso, aunque no se trate de una “deducción” racional. De acuerdo, siempre que añadamos un par de anotaciones. Primera: no deberíamos ver ese “proceso” como una cuestión solamente humana. Por eso se añade al final del párrafo anterior: “es alcanzada” por el don de la fe. La fe permanece radicalmente como un “don”, sólo que este don tiene una especie de garantía de ser otorgado, en la medida en que el Señor Jesucristo quiso unir por la gracia del Espíritu su presencia gloriosa al testimonio de sus discípulos en el mundo.

Segunda: la razón no tiene que dejar de obrar en ninguna parte del proceso. Lo que debe dejar de obrar, porque estorba, es la pretensión irracional de que uno mismo puede darse todo lo que requiere la plena realización de su ser como persona humana. Es humildad de la inteligencia reconocer claramente que esto no es así, y por tanto, abrirse a Aquel que más nos conoce y mejor nos ama.

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