miércoles, 17 de octubre de 2007

Mi testimonio

Quiero compartir mi propio testimonio para gloria de Dios. Lo escribí hace algunos meses

Está muy cerca mi cumpleaños número 35 que para mi es un número especial; de hecho este 2007 será por mi recordado como un año diferente, llegó a mis 35, cumplo 10 años de matrimonio… pero sobre todo ha sido el año donde por fin me doy cuenta de la gracia que estoy recibiendo a diario de parte de Dios.


En realidad no entendí porque o para que me había vuelto a mi mente ese tremendo reto que significaba el no entender los misterios eternos. Obviamente me tomó de sorpresa, tardé en reponerme de el primer golpe y es que ese pensamiento obsesivo se alojó en mi cabeza y ya no lo pude sacar por mi mismo.

Pero eso es solo una parte accesoria del asunto central. La realidad es que Dios me estaba haciendo un fuerte llamado a regresar a El, o más bien a aceptar su amor que me regala sin merecer. Y claro, se vale de lo que sea para llamar nuestra atención y hacer entender a un cabeza dura como yo.

Anterior a esto sinceramente estaba llevando una vida muy plácida, el trabajo bien, el sueldo bien, el matrimonio, los hijos, la familia, la salud, los amigos, la juventud… en fin todo bien. Y por supuesto no podía hacerme el que no me daba cuenta y entonces para acallar mi conciencia estaba llevando una vida espiritual muy Light. ¿Orar? Bueno, no todos tenemos ese don, me decía, así que rezaba de vez en cuando. ¿Comulgar? Bueno, ya podré hacerlo el próximo domingo, ¿ir a misa? Esta vez no se pudo, no pasa nada. ¿Apostolado? Ahí estuvimos en el MFC pero ahora con los niños “no se podía”, como si fuera la única opción. ¿Evangelizar? Bueno, algún día podré hacerlo con esmero.
Por lo pronto me conformaba con no robar, afectar ni matar a nadie. Reírme de los demás y criticarlos, pues era parte de la chistosada del momento, no había “mala intención”.

Es decir, vivía mi religiosidad muy hacia fuera y nada hacia adentro. No interiorizaba, ni quería hacerlo, pensaba que tal vez llegado el momento de la muerte habría tiempo para arreglar las cosas, por lo pronto había mucho éxito y desarrollo profesional que alcanzar, mucho dinero por conseguir para poder comprar todo lo que la gente bien debe tener, y poder viajar y conocer y que los míos estuvieran bien. ¡Que buena vida he conseguido! -me decía- y claro sabía que se lo debía a Dios pero El era un ser algo lejano para mí y no alcanzaba a comprender el fondo de las cosas. Aprendí a aparentar ser un buen cristiano, aprendí los argumentos suficientes para dar razón de mi fe y que se pudiera pensar que era un buen católico. Yo mismo me aplaudía esa palabra acertada que había dicho en el momento preciso.

Pero que lejos estaba de lo que Dios quería para mí. Por eso me puso delante un acertijo al que siempre le saqué la vuelta, algo que nunca logré dominar y que ahora afloraba como una jugada sucia e injusta de no se quien. Y es que me llenaba de angustia, muchas veces fue terror o pánico, me sentí desolado, abandonado, indigente, perdí la fe, llegué a pensar muy seriamente que quizás era cierto de que Dios no existía, no había manera de escapar de ese pensamiento aterrador que me atormentaba a cada momento.

Total que obviamente me deprimí, estuve afortunadamente sólo como una semana así seguido en la total depresión, ¿para que vivir? Nunca pensé en el suicidio ni nada de cosas extremas porque algo me decía que algún sentido tenía todo lo que había vivido y mis hijos y Caro y la gente con la que estuve hablando me daban ánimos. Pero la verdad no entendía nada, ni ganas tenía de hacer nada, ni para qué hacerlas ni porqué las hacían los demás. Era como pensar que los demás estaban mal de la cabeza y que yo había encontrado la verdad de la vida pero era una verdad cruel llena de desesperanza.

Ahí empecé por gracia de Dios a tener un poco más de fe, un poco más de paz, a sentirme un poco más confiado en El. Pero era un vaivén, a veces bien, a veces muy mal.

No se exactamente en que momento pero Dios me hizo entender que tenía que buscar ayuda, y en verdad creo que ha sido Dios nuestro Señor quien ha movido todos los hilos, quien ha presionado los botones necesarios para hacerme sentir bien a través de los medios terrenales con los que contamos. Y al mismo tiempo, me ha hablado a través de mucho de lo que he leído últimamente y por sobre todo a través de la oración, la confesión y la comunión.

Cosa curiosa, siempre cuando más estuve comprometido con mi apostolado, me decía que yo no había recibido ningún acto o momento de conversión específico. Desde muy pequeño siempre estuve apegado a la iglesia y ahí fui desarrollando mi fe. No había tenido ningún acontecimiento que me hubiera cimbrado para dar un giro a mi vida y sentirme convertido como tanta gente escuché narrar sus experiencias.

Pero he aquí que sin buscarlo, sin pensarlo, sin encontrarle primero relación alguna, ahora se que ésta ha sido mi conversión. Esta ha sido mi experiencia en la que Dios me ha traído “de la orejita” de vuelta a su casa. ¡Bendito sea nuestro Padre que no nos deja ni un momento de su mano!

Por eso ahora lo que quiero es dejarme amar por El, porque no es que uno lo busque, es Dios quien lo busca a uno, la historia de la salvación es la historia de Dios Padre en la búsqueda permanente de sus hijos desvalidos por el pecado. Por eso no dudó en encarnarse, morir y resucitar por nuestra salvación.

Ya no quiero detener ni frenar esa corriente de misericordia que Dios me entrega. Porque se –como decía Santa Teresa- que Dios no estaba obligado a crearme, lo ha hecho por amor, no tenía porque salvarme, lo ha hecho por misericordia. Por eso dice la Biblia: “Pues ¿quién es el que te distingue? ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido?” (1 Corintios 4,7)

No quiero ser por eso un obstáculo en su obra de salvación para los demás. Quiero no juzgar a los demás ni a mi mismo, quiero aprender a perdonar y a perdonarme, quiero seguir orando y tener una verdadera comunicación con El. No quiero que mi fe sea solo una idea, sino descubrir a ese Dios con el cual no había querido, sabido o podido encontrarme. Quiero retomar los sacramentos y la vida de piedad como Jesús lo haría.

Quiero botar el orgullo, la codicia y mi tendencia al racionalismo para pasar a la humildad y a la sana búsqueda de la verdad siempre confiado en mi Dios que nos ama. Quiero entregar mis miedos y mi trastorno y confiado en que El es nuestro sostén poder enfrentarlos y dejarlos ir sabedor de que Dios no tiene más que cosas bellas para mí.

Quiero vivir mi religiosidad de manera sincera y con recta intención, dejando la manera de “hágalo usted mismo”, tomando solo lo que me acomodaba. Quiero ser más que una buena persona, un buen hijo de Dios. Quiero ayudar a esparcir el reino, a llevar aunque sea una palabra de aliento al necesitado y a morir aunque sea un poquito a mi mismo para gloria de Dios. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como sacrificio por nuestros pecados” (1 Juan 4,10)

Pero quiero ante todo tener aquello que enseñaba San Ignacio de Loyola y que el llamaba “La santa indiferencia” la cual no consiste en que a uno todo le importe nada, sino consiste en que uno para darle mayor Gloria a Dios esté tan dispuesto a quedarse como a moverse, tan dispuesto a ser reconocido como a ser relegado, tan dispuesto a ser amado como a ser detestado, a que uno esté tan dispuesto a salir por el mundo entero, o a quedarse para siempre en un sitio. La santa indiferencia que decía San Ignacio, corresponde a la absoluta disponibilidad al querer divino.

Todo esto lo deseo y lo pido fervorosamente confiado en aquellos pasajes que dicen:

“Si Dios está de nuestra parte, ¿quién estará en contra? El que no reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros ¿cómo no nos va a regalar todo lo demás con el?” (Romanos 8,31-32)


 “Busquen primero el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mateo 6,33)

“Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá” (Mateo 7,7-8)

“Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana” (Mateo 11,28-30)

AMEN

Gilberto Palomares

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy bueno Gilberto el testimonio. Será que me icentifico en muchas cosas. buscando "santa indiferencia" me encontré tu blog. Me ha pasado de estar buscando esa verdad existencial, esa clave para vivir, y a veces la tengo más presente y a veces la pierdo. Vienen esos momentos de depresión y ahí es que para subsistir ayudan esos textos bíblicos, muchos de los cuales citas. Hoy día me gusta mucho la imagen de la barca, en medio del lago, con una fuerte tormenta y los apóstoles asustados. Jesús se acerca caminando sobre el agua y Pedro que va hacia El pero se le empieza a tambalear la fe. Y la conclusión es que no importan las olas ni la tormenta sino El Señor, El esta ahí, y me llama, ¿porque mirar a otro lado?. Todo se vuelve relativo, el único Absoluto es El Señor. Gracias por tu testimonio y gracias por permitir expresar algo de lo mío. HAL