«No tomarás en falso el nombre del Señor tu Dios» (Ex 20, 7; Dt 5, 11).
«Se dijo a los antepasados: “No perjurarás”... Pues yo os digo que no juréis en modo alguno» (Mt 5, 33-34).
El segundo mandamiento prescribe respetar el nombre
del Señor. Pertenece, como el primer mandamiento, a la virtud de la religión
y regula más particularmente el uso de nuestra palabra en las cosas santas.
La deferencia respecto a su Nombre expresa la que es
debida al misterio de Dios mismo y a toda la realidad sagrada que evoca. El
sentido de lo sagrado pertenece a la virtud de la religión.
El fiel cristiano debe dar testimonio del nombre del Señor confesando su fe sin ceder al temor (cf Mt 10, 32; 1 Tm 6, 12).
El segundo mandamiento prohíbe abusar del nombre de Dios, es decir, todo uso inconveniente del nombre de Dios, de Jesucristo, de la Virgen María y de todos los santos.
Las promesas hechas a otro en nombre de Dios comprometen el honor, la fidelidad, la veracidad y la autoridad divinas. Deben ser respetadas en justicia. Ser infiel a ellas es abusar del nombre de Dios y, en cierta manera, hacer de Dios un mentiroso (cf 1 Jn 1, 10).
La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios —interior o exteriormente— palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios.
La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. El abuso del nombre de Dios para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión. La blasfemia es contraria al respeto debido a Dios y a su santo nombre. Es de suyo un pecado grave.
Las palabras mal sonantes que emplean el nombre de Dios sin intención de blasfemar son una falta de respeto hacia el Señor. El segundo mandamiento prohíbe también el uso mágico del Nombre divino.
Tomar el Nombre del Señor en vano
El fiel cristiano debe dar testimonio del nombre del Señor confesando su fe sin ceder al temor (cf Mt 10, 32; 1 Tm 6, 12).
El segundo mandamiento prohíbe abusar del nombre de Dios, es decir, todo uso inconveniente del nombre de Dios, de Jesucristo, de la Virgen María y de todos los santos.
Las promesas hechas a otro en nombre de Dios comprometen el honor, la fidelidad, la veracidad y la autoridad divinas. Deben ser respetadas en justicia. Ser infiel a ellas es abusar del nombre de Dios y, en cierta manera, hacer de Dios un mentiroso (cf 1 Jn 1, 10).
La blasfemia se opone directamente al segundo mandamiento. Consiste en proferir contra Dios —interior o exteriormente— palabras de odio, de reproche, de desafío; en injuriar a Dios, faltarle al respeto en las expresiones, en abusar del nombre de Dios.
La prohibición de la blasfemia se extiende a las palabras contra la Iglesia de Cristo, los santos y las cosas sagradas. Es también blasfemo recurrir al nombre de Dios para justificar prácticas criminales, reducir pueblos a servidumbre, torturar o dar muerte. El abuso del nombre de Dios para cometer un crimen provoca el rechazo de la religión. La blasfemia es contraria al respeto debido a Dios y a su santo nombre. Es de suyo un pecado grave.
Las palabras mal sonantes que emplean el nombre de Dios sin intención de blasfemar son una falta de respeto hacia el Señor. El segundo mandamiento prohíbe también el uso mágico del Nombre divino.
Tomar el Nombre del Señor en vano
El segundo mandamiento prohíbe el juramento en
falso. Hacer juramento o jurar es tomar a Dios por testigo de lo que se
afirma. Es invocar la veracidad divina como garantía de la propia veracidad. El
juramento compromete el nombre del Señor. “Al Señor tu Dios temerás, a él le
servirás, por su nombre jurarás” (Dt 6, 13).
El falso juramento invoca a Dios como testigo de
una mentira.
Es perjuro quien, bajo juramento, hace una
promesa que no tiene intención de cumplir, o que, después de haber prometido
bajo juramento, no mantiene. El perjurio constituye una grave falta de respeto
hacia el Señor que es dueño de toda palabra. Comprometerse mediante juramento a
hacer una obra mala es contrario a la santidad del Nombre divino.
Jesús expuso el segundo mandamiento en el Sermón de la Montaña: «Habéis oído que se dijo a los antepasados: “no perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos”. Pues yo os digo que no juréis en modo alguno... sea vuestro lenguaje: “sí, sí”; “no, no”: que lo que pasa de aquí viene del Maligno» (Mt 5, 33-34.37; cf St 5, 12). Jesús enseña que todo juramento implica una referencia a Dios y que la presencia de Dios y de su verdad debe ser honrada en toda palabra. La discreción del recurso a Dios al hablar va unida a la atención respetuosa a su presencia, reconocida o menospreciada en cada una de nuestras afirmaciones.
Siguiendo a san Pablo (cf 2 Co 1, 23; Ga 1, 20), la Tradición de la Iglesia ha comprendido las palabras de Jesús en el sentido de que no se oponen al juramento cuando éste se hace por una causa grave y justa (por ejemplo, ante el tribunal). El juramento, es decir, la invocación del Nombre de Dios como testigo de la verdad, sólo puede prestarse con verdad, con sensatez y con justicia.
Jesús expuso el segundo mandamiento en el Sermón de la Montaña: «Habéis oído que se dijo a los antepasados: “no perjurarás, sino que cumplirás al Señor tus juramentos”. Pues yo os digo que no juréis en modo alguno... sea vuestro lenguaje: “sí, sí”; “no, no”: que lo que pasa de aquí viene del Maligno» (Mt 5, 33-34.37; cf St 5, 12). Jesús enseña que todo juramento implica una referencia a Dios y que la presencia de Dios y de su verdad debe ser honrada en toda palabra. La discreción del recurso a Dios al hablar va unida a la atención respetuosa a su presencia, reconocida o menospreciada en cada una de nuestras afirmaciones.
Siguiendo a san Pablo (cf 2 Co 1, 23; Ga 1, 20), la Tradición de la Iglesia ha comprendido las palabras de Jesús en el sentido de que no se oponen al juramento cuando éste se hace por una causa grave y justa (por ejemplo, ante el tribunal). El juramento, es decir, la invocación del Nombre de Dios como testigo de la verdad, sólo puede prestarse con verdad, con sensatez y con justicia.
La santidad del nombre divino exige no recurrir a él
por motivos fútiles, y no prestar juramento en circunstancias que pudieran
hacerlo interpretar como una aprobación de una autoridad que lo exigiese
injustamente. Cuando el juramento es exigido por autoridades civiles ilegítimas,
puede ser rehusado. Debe serlo, cuando es impuesto con fines contrarios a la
dignidad de las personas o a la comunión de la Iglesia.
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