Pero fijaos en que Dios no
nos declara: en lugar del corazón, os daré una voluntad de puro espíritu. No:
nos da un corazón, y un corazón de carne, como el de Cristo. Yo no cuento con
un corazón para amar a Dios, y con otro para amar a las personas de la tierra.
Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y al Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos.
Con el mismo corazón con el que he querido a mis padres y quiero a mis amigos, con ese mismo corazón amo yo a Cristo, y al Padre, y al Espíritu Santo y a Santa María. No me cansaré de repetirlo: tenemos que ser muy humanos; porque, de otro modo, tampoco podremos ser divinos.
El amor humano, el amor de
aquí abajo en la tierra cuando es verdadero, nos ayuda a saborear el amor
divino. Así entrevemos el amor con que gozaremos de Dios y el que mediará entre
nosotros, allá en el cielo, cuando el Señor sea todo en todas las cosas.
Ese comenzar a entender lo que es el amor divino nos empujará a manifestarnos
habitualmente más compasivos, más generosos, más entregados.
Hemos de dar lo que
recibimos, enseñar lo que aprendemos; hacer partícipes a los demás —sin
engreimiento, con sencillez— de ese conocimiento del amor de Cristo. Al
realizar cada uno vuestro trabajo, al ejercer vuestra profesión en la sociedad,
podéis y debéis convertir vuestra ocupación en una tarea de servicio. El
trabajo bien acabado, que progresa y hace progresar, que tiene en cuenta los
adelantos de la cultura y de la técnica, realiza una gran función, útil siempre
a la humanidad entera, si nos mueve la generosidad, no el egoísmo, el bien de
todos, no el provecho propio: si está lleno de sentido cristiano de la vida.
Con ocasión de esa labor, en
la misma trama de las relaciones humanas, habéis de mostrar la caridad de
Cristo y sus resultados concretos de amistad, de comprensión, de cariño humano,
de paz. Como Cristo pasó haciendo el bien por todos los caminos de
Palestina, vosotros en los caminos humanos de la familia, de la sociedad civil,
de las relaciones del quehacer profesional ordinario, de la cultura y del
descanso, tenéis que desarrollar también una gran siembra de paz. Será la mejor
prueba de que a vuestro corazón ha llegado el reino de Dios: nosotros
conocemos haber sido trasladados de la muerte a la vida —escribe el Apóstol
San Juan— en que amamos a los hermanos.
Pero nadie vive ese amor, si
no se forma en la escuela del Corazón de Jesús. Sólo si miramos y contemplamos
el Corazón de Cristo, conseguiremos que el nuestro se libere del odio y de la
indiferencia; solamente así sabremos reaccionar de modo cristiano ante los
sufrimientos ajenos, ante el dolor.
Recordad la escena que nos
cuenta San Lucas, cuando Cristo andaba cerca de la ciudad de Naím. Jesús ve la
congoja de aquellas personas, con las que se cruzaba ocasionalmente. Podía
haber pasado de largo, o esperar una llamada, una petición. Pero ni se va ni
espera. Toma la iniciativa, movido por la aflicción de una mujer viuda, que
había perdido lo único que le quedaba, su hijo.
El evangelista explica que
Jesús se compadeció: quizá se conmovería también exteriormente, como en la
muerte de Lázaro. No era, no es Jesucristo insensible ante el padecimiento, que
nace del amor, ni se goza en separar a los hijos de los padres: supera la
muerte para dar la vida, para que estén cerca los se quieren, exigiendo antes y
a la vez la preeminencia del Amor divino que ha de informar la auténtica
existencia cristiana.
Cristo conoce que le rodea
una multitud, que permanecerá pasmada ante el milagro e irá pregonando el
suceso por toda la comarca. Pero el Señor no actúa artificialmente, para
realizar un gesto: se siente sencillamente afectado por el sufrimiento de
aquella mujer, y no puede dejar de consolarla. En efecto, se acercó a ella y le
dijo: no llores. Que es como darle a entender: no quiero verte en lágrimas,
porque yo he venido a traer a la tierra el gozo y la paz. Luego tiene lugar el
milagro, manifestación del poder de Cristo Dios. Pero antes fue la conmoción de
su alma, manifestación evidente de la ternura del Corazón de Cristo Hombre.
Si
no aprendemos de Jesús, no amaremos nunca. Si pensásemos, como algunos, que
conservar un corazón limpio, digno de Dios, significa no mezclarlo, no contaminarlo
con afectos humanos, entonces el resultado lógico sería hacernos insensibles
ante el dolor de los demás. Seríamos capaces sólo de una caridad oficial,
seca y sin alma, no de la verdadera caridad de Jesucristo, que es cariño, calor
humano. Con esto no doy pie a falsas teorías, que son tristes excusas para
desviar los corazones —apartándolos de Dios—, y llevarlos a malas ocasiones y a
la perdición.
En
la fiesta de hoy hemos de pedir al Señor que nos conceda un corazón bueno,
capaz de compadecerse de las penas de las criaturas, capaz de comprender que,
para remediar los tormentos que acompañan y no pocas veces angustian las almas
en este mundo, el verdadero bálsamo es el amor, la caridad: todos los demás
consuelos apenas sirven para distraer un momento, y dejar más tarde amargura y
desesperación.
Si
queremos ayudar a los demás, hemos de amarles, insisto, con un amor que sea
comprensión y entrega, afecto y voluntaria humildad. Así entenderemos por qué
el Señor decidió resumir toda la Ley en ese doble mandamiento, que es en
realidad un mandamiento solo: el amor a Dios y el amor al prójimo, con todo
nuestro corazón.
Quizá
penséis ahora que a veces los cristianos —no los otros: tú y yo— nos olvidamos
de las aplicaciones más elementales de ese deber. Quizá penséis en tantas
injusticias que no se remedian, en los abusos que no son corregidos, en
situaciones de discriminación que se trasmiten de una generación a otra, sin
que se ponga en camino una solución desde la raíz.
No
puedo, ni tengo por qué, proponeros la forma concreta de resolver esos
problemas. Pero, como sacerdote de Cristo, es deber mío recordaros lo que la
Escritura Santa dice. Meditad en la escena del juicio, que el mismo Jesús ha
descrito: apartaos de mí, malditos, e id al fuego eterno, que ha sido
preparado para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de
comer; tuve sed y no me disteis de beber; fui peregrino y no me recibisteis;
desnudo, y no me cubristeis; enfermo y encarcelado, y no me visitasteis.
Un
hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las
injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son un hombre o una
sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos
—conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a
la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo—,
han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su
cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño
de cara a Dios y de cara a los hombres.
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