lunes, 17 de septiembre de 2012

La vida del hombre

Autor: Thomas Merton

En una palabra, para que el hombre viva, debe alcanzar una vitalidad integral, completa. Todo debe ser vida en él, en su cuerpo, sus sentidos, su mente y su voluntad.
Pero esta vida debe tener también cierto orden y coherencia especiales. Vemos a menudo a personas que son consideradas como “rebosantes de vida” pero que, en realidad, no hacen otra cosa que luchar con su propia incoherencia.

Sin duda, la vida implica sobreabundancia pero no desborde. Con frecuencia, quienes están rebosando de vida se encuentran hundiéndose en la muerte con su enorme chapoteo. No trascienden la muerte; se rinden ante ella con tanta vitalidad animal que son capaces de arrastrar consigo al abismo a muchos más.

En quienes están más vivos y, por o tanto son más ellos mismos, la vida del cuerpo está subordinada a una vida más elevada que está dentro de ellos. Se someten quietamente a la vitalidad mucho más abundante de un espíritu que vive en niveles que desafían la medición y la observación.

Entonces, el signo de la vida verdadera en el hombre no es la turbulencia sino el dominio, no la efervescencia sino la lucidez y el rumbo, no la pasión sino la sobriedad que sublima toda pasión y la eleva a la clara embriaguez del misticismo.
 
El dominio al que nos referimos no es el control arbitrario y tiránico de un principio interno que puede, variadamente, llamarse “superyo” o consciencia farisaica; es la coordinación armoniosa del poderío del hombre que puja por la realización de sus potencialidades espirituales más profundas. No es tanto el dominio de una parte del hombre sobre otra, sino la integración pacífica de todas las facultades del hombre en una perfecta actualización que es su yo verdadero, o sea, su yo espiritual.

Por lo tanto, sólo puede decirse que el hombre está vivo cuando tiene plena conciencia del significado real de su propia existencia, es decir, cuando experimenta algo de la plenitud de inteligencia, libertad y espiritualidad que se actualizan en él mismo.

Para encontrar la vida, debemos morir a la vida tal como la conocemos.
Para encontrar el significado, debemos morir al significado tal como lo conocemos.
Para hallar el significado pleno de nuestra existencia, no debemos procurar el significado que esperamos, sino el significado que nos es revelado por Dios.
El significado que nos llega desde la tiniebla trascendente de su misterio y del nuestro.
No conocemos a Dios y no nos conocemos a nosotros mismos. Entonces,
¿cómo imaginamos que podemos trazar nuestro curso hacia el descubrimiento del significado de nuestra vida?

El significado no es algo que descubrimos en nosotros mismos o en nuestras vidas. Los significados que somos capaces de descubrir nunca son suficientes. El significado verdadero tiene que ser revelado. Tiene que ser “concedido”. Y en el hecho de que sea concedido se encuentra, en verdad, la mayor parte de su relevancia: porque la vida misma, en definitiva, sólo es relevante en la medida que es concedida.

Mientras experimentemos la vida y la existencia como soles que deben salir todas las mañanas, estaremos en agonía. Debemos aprender que la vida es una luz que aparece cuando Dios la convoca a salir de la oscuridad. Para esto no existen tiempos fijados. El hombre está plenamente vivo sólo cuando tiene la experiencia genuina, al menos hasta cierto punto, de dedicarse espontánea y legítimamente al propósito real de su existencia personal.
 
En otras palabras, el hombre está vivo no sólo cuando existe, no sólo cuando existe y actúa, no sólo cuando existe y actúa como hombre (o sea, libremente), sino sobre todo cuando es consciente de la realidad y la inviolabilidad de su propia libertad, y se da cuenta al mismo tiempo de su capacidad para consagrar por entero esa libertad al propósito para el que le fue dada.

Este percatarse no se implanta en su ser mientras su libertad no esté dedicada a su justo propósito. El hombre “se encuentra a sí mismo” y es feliz cuando logra advertir que su libertad está funcionando espontánea y vigorosamente para orientar su ser íntegro hacia el propósito que ansía alcanzar en su más profundo centro espiritual. Este propósito es vida en el sentido más pleno de la palabra. No la vida meramente individual, centrada en sí misma, egoísta, que está condenada a concluir en la muerte, sino una vida que trasciende las limitaciones y necesidades individuales, y subsiste fuera del yo individual en lo Absoluto: en Cristo, en Dios.

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