Ya apuntaba desde la primera parte del siglo veinte Pío XI en una de sus encíclicas:
“Es en verdad lamentable que haya habido, y aún ahora haya, quienes llamándose católicos apenas se acuerdan de la sublime ley de la justicia y de la caridad en virtud de la cual nos está mandado no sólo dar a cada uno lo que le pertenece, sino también socorrer a nuestros hermanos necesitados como al mismo Cristo. Ésos, y esto es lo más grave, no temen oprimir a los obreros por espíritu de lucro.”
El bien común
Que
interesante expresión: -dar a cada uno lo
que le pertenece- ¿de donde hemos de dárselo entonces? Para empezar,
podríamos explorar el concepto de bien común, del cual, el Catecismo de la
Iglesia Católica nos enseña que comporta tres elementos esenciales:- El
respeto y la promoción de los derechos fundamentales de la persona;
- la
prosperidad o el desarrollo de los bienes espirituales y temporales de la
sociedad;
- y
la paz y la seguridad del grupo y de sus miembros”.
La justicia social
Con
lo anterior podemos afirmar que deberíamos incorporar como algo esencial en nuestras
vidas el valor de la justicia social. Esto significa que en correspondencia al
llamado que el mismo Jesucristo nos hace de amarnos los unos a los otros, la
igual dignidad de las personas humanas exige nuestro esfuerzo para reducir las
excesivas desigualdades sociales y económicas de nuestro tiempo, muchas de
ellas desigualdades perversas.
La dignidad humana
Como
bien sabemos, el sistema económico occidental ha terminado por imponerse de tal
forma que el libre mercado es la base del actual sistema capitalista. Ciertamente
el Papa Pío XI dijo que el capitalismo,
en sí, no es malo; pues es necesario para dar trabajo. Pero hemos de aceptar
sin tapujos que dicho sistema viola el recto orden de la justicia cuando
esclaviza al trabajador despreciando su dignidad humana. Y esto último lo
podemos ver a diario y por todo el mundo. Por eso la Iglesia nos señala que los
responsables de las empresas están obligados a considerar el bien de las personas,
y no solamente el aumento de las ganancias.
Nuestra vocación exige
participación y compromiso
Ante
ello, los seglares, los laicos, estamos llamados a colaborar activamente con
todos los hombres de buena voluntad en la construcción de una sociedad más
justa. Y nos corresponde por lo tanto intervenir directamente en la actividad
política y en la organización de la vida social. Es una tarea que forma parte
de nuestra propia vocación de seglares.
Derivado
de las reflexiones del Concilio Vaticano II la Iglesia nos recuerda:
“El plan de Dios y el Evangelio dicen que el
hombre es responsable de su desarrollo lo mismo que de su salvación. El
cristianismo enseña que la importancia de las tareas terrenas no es disminuida
por la esperanza del más allá. Por el contrario, obliga a los hombres aún más a
realizar estas actividades. La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a la salvación de los hombres,
se propone también la restauración de todo el orden temporal”.
Es
así como toma significado el evangelio en nuestros días, trayendo a nuestra
vida diaria la enseñanza de Jesús. El Vaticano II ahonda más al respecto:
“Se
equivocan los cristianos que consideran que pueden descuidar las tareas
temporales, sin darse cuenta que la propia fe es un motivo que les obliga al
más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada
uno”. “El plan de Dios sobre el mundo
es que los hombres instauren con espíritu de concordia el orden temporal y lo
perfeccionen sin cesar”.
Así,
los seglares no podemos limitarnos a trabajar por la edificación del Pueblo de
Dios o la salvación de nuestras almas, sino que hemos de empeñarnos en la
instauración cristiana del orden temporal. Por nuestra situación en el mundo,
los seglares somos los responsables directos de la presencia eficaz de la
Iglesia en cuanto a la organización de la sociedad en conformidad con el
espíritu del Evangelio.
Los sistemas de
organización
Sin
pretender juzgar los diferentes regímenes políticos o sistemas económicos ya
que la misma Iglesia ha señalado que la diversidad es legítima con tal que promueva
el bien de la comunidad; hemos de señalar siempre que la autoridad sólo se
ejerce legítimamente si busca el bien común y si, para alcanzarlo, emplea
medios moralmente lícitos. En ese sentido el magisterio de la Iglesia nos
señala que si los dirigentes proclamasen leyes injustas o tomasen medidas contrarias
al orden moral, estas disposiciones no pueden obligar en conciencia.
Para
señalarlo más claramente: “El ciudadano
tiene obligación, en conciencia, de no seguir las prescripciones de las
autoridades civiles cuando estos preceptos son contrarios a las exigencias del
orden moral, a los derechos fundamentales de las personas o a las enseñanzas
del Evangelio, pues dice la Biblia en Hechos 5, 29 que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres»”
“cuando la autoridad pública, rebasando su
competencia, oprime a los ciudadanos, éstos no deben rehuir las exigencias
objetivas del bien común; les es lícito defender sus derechos y los de sus conciudadanos
contra el abuso de tal autoridad, guardando los límites que señala la ley
natural y evangélica”. (Catecismo
de la Iglesia Católica)
El justo medio
“…guardando los límites que
señala la ley natural y evangélica” dice sabiamente al final del párrafo anterior.
Que
no se nos olvide que ante todo está el amor a Dios y al prójimo y que por ello
el fin no justifica los medios. No podríamos tampoco en aras de un fin bueno
utilizar un medio moralmente ilícito.
No
se trata del revolucionario ojo por ojo sino de buscar que Dios ilumine
nuestros pasos disponiéndonos dócilmente a dejarnos guiar por su enseñanza
evangélica y al mismo tiempo orar para que podamos encontrar para nosotros,
para nuestras familias, para la sociedad y en sí para la humanidad entera, el
bienestar justo y prudente mientras peregrinamos en este mundo en espera de la
patria prometida.
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