Hay en el corazón de cada cristiano la necesidad de
ponerse al servicio de Dios y su Reino. Vemos una multitud de necesidades en la
Iglesia, en nuestra comunidad, en nuestra Parroquia y en el mundo. La magnitud
de estas necesidades sin embargo, a menudo produce un efecto que nos paraliza.
Por consiguiente, nos quedamos parados y no hacemos nada. El enfermo se siente marginado, el pobre fuera de lugar, el joven inexperto, los viejos incapaces y los que están en medio, ocupados. Estas actitudes animan la inercia espiritual y el letargo. Quizás esto se de porque no entendemos que todos estamos llamados a servir a Dios de la misma manera.
Hay muchos modos de servir a Dios según nuestro estado particular de vida. Existen algunos más generales que se aplican a todas las condiciones sociales. Entre estos, podemos contar: dar de nuestro tiempo, nuestros talentos, nuestro sufrimiento, nuestra oración y nuestra ayuda material. Uno de los regalos más preciosos que Dios nos ha dado es el tiempo. Es un regalo que debe ser bien administrado. Nuestra eternidad puede depender de que tan bien lo usemos. Es un instrumento en nuestras manos con el que tallamos el edificio en el que viviremos para toda la eternidad.
La mayor parte de tiempo es perdido. A veces
hablamos de "matar el tiempo" y la toma de conciencia de su
existencia nos genera monotonía y aburrimiento. Cuando sufrimos, parece andar a
rastras, cuando estamos alegres, pareciera que volara. Nos parece infinito
cuando esperamos algo importante y muy corto cuando la alegría repentina del
Sol naciente introduce nuestro día.
También es necesario darle un poco de tiempo a Dios en la oración y en el apostolado. Así como alimentamos al pobre y vestimos al desnudo no debemos olvidar que estos trabajos exteriores de piedad deben derivarse de un corazón compasivo y un espíritu parecido al de Cristo dentro de nosotros. Si nuestras obras buenas no son el fruto de una unión profunda con Dios entonces son simplemente una competencia entre "los que tienen" y los que "no tienen".
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