lunes, 7 de enero de 2013

El eslabón fundamental

Por Fray Nelson Medina, tomado de www.fraynelson.com

Es casi inevitable que suene pretencioso lo que voy a decir pero hay que decirlo. Estoy convencido de algo: el eslabón fundamental de la nueva evangelización y el motivo básico por el que nuestro Papa Benedicto XVI ha promulgado el Año de la Fe van a lo mismo: necesitamos sacerdotes renovados en su fe.

Seamos más precisos: las buenas iniciativas de evangelización mueren en cajones oscuros de despachos parroquiales y en lóbregos depósitos de venerables claustros conventuales. La ecuación es sencilla y va así: la inmensa mayoría de los católicos saben de los planes y proyectos de su Iglesia lo que puede saberse cuando van a su parroquia. En efecto, para conocer lo oscuro de la Iglesia o para desconocer lo luminoso de la Iglesia, se bastan y sobran los medios de comunicación, que saben que tendrán audiencia asegurada revolcando con morbo y difamación todo lo sucio de la Casa de Dios. Para eso no se necesita ir al templo.

Pero, en cambio: ¿En dónde puede un laico de a pie enterarse de que existe algo bello que se llama conversión, o que existe algo luminoso e inspirador que se llama santidad? Unos cuantos, que quizás debamos ver como afortunados, asisten regularmente a pequeñas comunidades surgidas de Movimientos Eclesiales. Ya se trate de carismáticos, neocatecumenales, focolares, o semejantes, estos bendecidos tendrán una imagen más amplia, justa y fresca de qué significa ser Iglesia. Sin embargo, si hablamos de porcentajes, es mucho mayor el número de los que, considerándose todavía conectados con su fe católica, no harán mucho más que ir como por inercia invencible a su parroquia, sin mucha claridad de qué se puede esperar o qué se puede aportar, además de la consabida limosna en la misa.

Es aquí donde el sacerdote, y en especial el sacerdote diocesano, tiene un papel irreemplazable. Si se vuelve un funcionario semi-distraído, su palabra vaga e incapaz de inspirar resbalará sin efecto sobre el caparazón de indiferencia que ya traían sus semi-distraídos feligreses. En tales circunstancias, la vida sacramental, y sobre todo la Eucaristía, se convierte en un ritual vacío; una especie de teatro tanto menos comprensible cuanto más jóvenes son los que deben presenciarlo y padecerlo.

¿Y cuál es la alternativa a ese sacerdote semi-distraído? Tiene varios nombres, entre los cuales uno se destaca: es un hombre de fe.

Está claro que el Año de la Fe tiene entre sus presupuestos uno muy claro: no se puede dar por descontado que uno es creyente. No olvidemos que el mundo ejerce presión sostenida para que nosotros los sacerdotes miremos nuestra vida como un oficio o profesión más. Si como sacerdotes caemos en esa trampa, el siguiente paso es vernos como funcionarios que miden su “gestiónen términos de “lo que hay que hacer,” y por tanto, en términos de seguir ciega y perezosamente unas reglas, recetas o instrucciones. En un ambiente semejante la mediocridad florece, la ley del menor esfuerzo se impone, y una conclusión se sigue: de un sacerdote así nadie espere creatividad, celo, amor a la Cruz o pasión por la santidad. A su vez, llegado el domingo, sus semi-distraídos feligreses estarán esperando que no se tarde mucho la misa obligada, de modo que pronto puedan irse–o volver–a su mundo, ese mundo en el que sí suceden cosas apasionantes; mundo que promete explicarlo todo con la ciencia y resolverlo todo con pastillas, aparatos o terapias de última moda.

Un sacerdote que toma un micrófono sin enterarse que estamos en batalla abierta por la mente y alma de millones logrará poco y perderá mucho. ¿Pero cómo sabrá él mismo que “estamos en batalla” si su vida está suficientemente satisfecha con lo que la vida le ha proporcionado? La batalla se empieza a descubrir cuando se descubre la insatisfacción, la honda y pertinaz insatisfacción, la que hace escuchar seriamente los latidos hondos del corazón, y te envía a tierras del silencio. Nada entiende de sabores el que no tiene hambre: todo le da más o menos lo mismo. Pero quien siente el hambre no sólo ama el alimento sino que discrimina entre uno y otro alimento.

Un hombre de fe es, en buena medida, un hombre insatisfecho. No os ajustéis a este mundo,” advierte san Pablo en Romanos 12. Felices los que sientan esa insatisfacción que les pone en la ruta de descubrir la distancia inmensa que separa lo que el mundo es ante nuestros ojos y lo que el mundo está llamado a ser, ante los ojos de Dios. He aquí la relación bella entre insatisfacción radical y fe: la luz propia del acto de fe revela el abismo que nos separa de nuestro ser más genuino, que será siempre el que está en el plan de Dios, y que pugna por nacer abriéndose paso a través de las zarzas ponzoñosas del pecado. A su vez, la percepción de esa diferencia–que de paso revela la monstruosidad del pecado–nos lanza a cuestiones de tal profundidad y gravedad que solo la fe se muestra suficientemente robusta como para construir sentido.

Por eso la nueva evangelización requiere nuevos evangelizadores, y aún más que eso: evangelizadores renovados. El primer puerto de entrada a una fe renovada, para millones y millones de católicos, será lo que oigan decir a sus sacerdotes en la misa dominical. El peso específico del Año de la Fe para millones y millones de católicos estará en proporción directa al peso específico que tengan los intereses de Cristo en el sacerdote que les saluda el domingo y empieza con ellos la oración por excelencia.

El sacerdote, me convenzo más, es el eslabón fundamental en el camino que va desde una buena idea hasta una estrategia pastoral efectiva, colmada de amor y vida que perdura. Si ese eslabón se rompe, también se rompe el bien que se iba a conseguir. Si ese eslabón está firme, esperanza tenemos de ver pronto amanecer la gracia en muchas vidas.

No hay comentarios: