miércoles, 17 de abril de 2013

Obras de misericordia

Las "obras de misericordia” son un hermoso catálogo de acciones, o mejor, de sentimientos y actitudes, que hacen efectivo y concreto el precepto del amor fraterno, distintivo de los cristianos. La Iglesia nos propone practicar y vivir estas “obras de misericordia” en todo tiempo y en toda ocasión; pero especialmente, nos las recuerda para que sepamos ponerlas en práctica a lo largo de la Cuaresma, como una buena preparación al Misterio Pascual de Cristo.

Las principales obras de misericordia son catorce.

Las ESPIRITUALES son éstas:
  • Enseñar al que no sabe.
  • Dar buen consejo al que lo necesita.
  • Corregir al que yerra.
  • Perdonar las injurias.
  • Consolar al triste.
  • Sufrir con paciencia los defectos del prójimo.
  • Rogar a Dios por los vivos y difuntos.
Las CORPORALES son éstas:
  • Visitar y cuidar a los enfermos.
  • Dar de comer al hambriento.
  • Dar de beber al sediento.
  • Dar posada al peregrino.
  • Vestir al desnudo.
  • Redimir al cautivo.
  • Enterrar a los muertos.
Podríamos repasar las catorce obras de misericordia, pero el esquematizar siempre es un peligro. Las obras de misericordia no han de ser catorce, sino tantas cuantas miserias encontremos en el camino. Tampoco debe hacerse una distinción tan radical entre corporales y espirituales.

Por otra parte, no es tanto cuestión de hacer, sino de ser. No basta con hacer obras de misericordia, hay que ser misericordiosos. Es posible que muchas veces, quizá la mayoría, no podamos hacer nada, pero siempre podemos sentir, estar, compartir misericordiosamente.

Enseñar al que no sabe.
Es una bonita obra de misericordia, pero a veces nos encariñamos tanto con ella que queremos dar lecciones a todo el mundo. Esta misericordia debemos practicarla con moderación. A lo mejor es preferible que te dejes enseñar. Esto también es obra de misericordia: saber escuchar y agradecer lo que has aprendido. Todos necesitamos aprender unos de otros, incluso el profesor del alumno, y el padre del hijo, y el empresario del obrero. Enseña, sí, al que no sabe, pero sin humillarle. Enséñale a saber. Y –no hace falta decirlo- para que sea obra de misericordia se necesita una condición: la gratuidad.

Dar buen consejo al que lo necesita.
Da un consejo, pero sin paternalismo. Da un consejo, pero cuando el otro te lo pida o lo quiera o de verdad lo necesite. Da un consejo, pero siempre que estés tú dispuesto a recibirlo. Un buen consejo, una palabra orientadora, puede ser luz en la noche, puede ahorrar muchos tropiezos y caídas, puede salvar una vida del fracaso y la desesperación.

Corregir al que yerra.
También la corrección fraterna es una obra de misericordia, pero cuando se hace desde la humildad y desde el amor. Desde la humildad, reconociendo que también nosotros nos equivocamos. No queramos sacar la paja en el ojo ajeno, sin darnos cuenta de nuestra viga. Desde el amor, no para herir al hermano sino para salvarle. Y hacerlo además cariñosa, delicada y simpáticamente.

Perdonar las injurias.
Es de lo más difícil. Somos tan propensos a la venganza y el resentimiento. Por eso Jesús nos dio un ejemplo maravilloso, y nos cogió la palabra en la oración que puso en nuestros labios. Esta es una de las obras de misericordia más cristiana. Perdona, aunque la ofensa te duela mucho. Perdona setenta veces siete. Perdona, si puedes, hasta olvidar. Perdona y ama. Y perdónate también a ti mismo.

Consolar al que está triste.
Cada uno de nosotros tendría que ser un ángel del consuelo, como el que se acercó a Jesús en su agonía, y escribir cada día alguna página del libro de la Consolación. Son muchas las personas que sufren la tristeza, a veces por cosas bien pequeñas. ¡Resulta tan fácil y tan bonito hacer felices a los demás!. Podría bastar una palabra, una sonrisa, una explicación, un desahogo, un gesto de cariño. El que consuela se parece a Dios, que se dedica a enjugar las lágrimas de todos los rostros.

Sufrir con paciencia las flaquezas de nuestros prójimos.
Damos por supuesto que todos tenemos flaquezas. Hombre, el prójimo no es un cielo, como piensa el enamorado, ni es un infierno, como piensa el existencialista. Puede ser el limbo o el purgatorio o la antesala del Paraíso. La convivencia es fuente de alegría y enriquecimiento, pero es también una llamada al vencimiento y el vaciamiento. Lleva con paciencia las flaquezas del prójimo –y las tuyas-. Te ayudarás a crecer en el amor y la misericordia. Como Dios, que tiene paciencia infinita con nosotros. Y llévalas también con humor.

Rogar a Dios por los vivos y difuntos.
Rezar no es una rutina. Rezar es amor. Cuando rezas por alguien te solidarizas con él, lo quieres como a ti mismo. No rezas para ablandar el corazón de Dios, sino para agrandar el tuyo. Rezar es llenar tu corazón de nombres. Rezar por los demás te hace bien a ti mismo, porque te ayuda a amar y te compromete para hacer realidad, en la medida de tus fuerzas, aquello que pides. Ruega a Dios por los vivos y difuntos y sentirás cómo crece la comunión de los santos.

Visitar y cuidar a los enfermos.
No es una visita desde lejos, una visita por cumplir. Algo que signifique cercanía y compasión. Una visita que suponga comunicación, ayuda, cuidado, ternura, consuelo, confianza. Son partecitas del cuerpo doliente de Cristo. Hay muchas clases de enfermedades y de enfermos. No están sólo en los
hospitales; los hay también en casa, en el trabajo y en la calle. Todos tenemos alguna enfermedad o alguna dolencia. Por eso tenemos que tratarnos comprensiva y compasivamente.

Dar de comer al hambriento.
Hay que compartir el pan -¡hay tantas hambres!-. Pero no basta. Hay que hacerse pan y pan partido, como hizo nuestro Señor Jesucristo. El pan es fraternidad y es vida. El pan partido y compartido es amor.

Dar de beber al sediento.
Dar un vaso de agua es fácil y es bonito. Saciar otra sed más profunda es difícil. Saciar la sed definitivamente es imposible. Pero alguien puede hacer brotar en las entrañas una fuente de agua viva, gozosa, inagotable. Tú puedes ayudar a hacer posible el milagro del agua.

Dar posada al peregrino.
Hoy no es fácil abrir la puerta de la casa, cada vez más defendida. Son muchos los peregrinos que llaman a nuestra puerta: mendigos, transeúntes, extranjeros, refugiados, drogadictos… Toda una herida abierta, que exige soluciones no sólo personales sino estructurales. Acoge al que llama a la puerta de tu casa, pero no sólo materialmente sino cordialmente. Todo el que se acerca a ti es un peregrino, que a lo mejor sólo te pide una palabra, una sonrisa o una escucha.

Vestir al desnudo.
Aquí, entre nosotros, no encontrarás muchos desnudos que vestir. Suelen estar muy lejos. Quizá haya otro tipo de vestiduras, mejores que la capa de san Martín, que sí debes poner: la vestidura del honor, del respeto, de la protección. Siempre tendrás que cubrir la desnudez del prójimo con el manto de la caridad. Hay otro problema relacionado con esta obra de misericordia. Hay algo mucho más grave que no vestir al desnudo; es el desnudar al vestido. Esto es ya tema de justicia. Y atentos, son los muchos millones a los que estamos desnudando. “Si, pues, ha de ir al fuego eterno aquel a quien le diga: estuve desnudo y no me vestiste, ¿qué lugar tendrá en el fuego eterno aquel a quien le diga: estaba vestido y tú me desnudaste?” (San Agustín).

Redimir al cautivo.
No está en nuestras manos sacar a los presos de la cárcel; pero sí podemos aliviar y orientar a los presos que están en la cárcel. No podemos quitar las esposas de las muñecas; pero sí podemos quitar las cadenas del alma. Hay muchas cárceles y esclavitudes íntimas. Es tarea nuestra, es obra de misericordia, liberar a todos los cautivas: desde el preso al drogadicto, desde el avaricioso al consumista, desde el lujurioso al hedonista, desde el hincha al fanático de lo que sea.

Enterrar a los muertos.
De esto ya se encargan las funerarias. Tú envuelve a los difuntos en la oración esperanzada, en el amor y el agradecimiento. El problema está más no en los que se van sino en los que se quedan. La muerte de un ser querido deja casi siempre heridas sangrantes. Es una obra de misericordia
estar cerca de los que sufren por estas muertes. Cuando damos el pésame o “acompañamos en el sentimiento”, que no sea una rutina o una palabra vacía.

Podríamos también hablar de catorce obras de misericordia y liberación. Las siete primeras son individuales, las otras siete con colectivas.

Las individuales son éstas:
1ª Acompañar y alegrar al que está sólo.
2ª Llenar de esperanza al desilusionado.
3ª Ayudar a encontrar trabajo.
4ª Acoger y reinsertar al transeúnte y extranjero.
5ª Educar y rehacer al delincuente.
6ª Rescatar al cautivo de la droga.
7ª Dignificar al que se ha prostituido.

Las siete colectivas son éstas:
1ª Promocionar a los pueblos subdesarrollados.
2ª Defender los derechos de los marginados.
3ª Combatir las injusticias y la opresión.
4ª Defender el desarme y la no-violencia.
5ª Liberar de la tiranía del consumo.
6ª Trabajar por la unión de los pueblos.
7ª Construir la civilización del amor.

Cada uno puede añadir nuevas obras de liberación. Lo importante es que nos esforcemos en practicarlas, siquiera algunas.
“Puede decirse que Cristo mismo, en la persona de los pobres, eleva su voz para solicitar la caridad de sus discípulos” (Vaticano II. GS, 88).


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