domingo, 25 de noviembre de 2007

Tres etapas o generaciones en la vida cristiana (2 de 3)

Por fray Nelson Medina O.P.

La segunda etapa o generación: La Formación

El paso a la segunda etapa se da a través de un conjunto de hechos externos y procesos internos. La base, desde luego, es una experiencia de “primera generación”, debidamente decantada, oportunamente acompañada y progresivamente madurada a impulsos de la gracia cooperante. La clave está en que la persona va tomando conciencia de los límites de la conversión inicial: la oración se sabe necesaria pero a veces resulta difícil, árida, inconstante. Ha pasado el tiempo de los “caramelos” espirituales. A esto se une el descontento más o menos generalizado con las virtudes que no se logran conseguir y con los defectos que no se logran erradicar. El gozo y la contrición iniciales no logran conmover lo suficiente. La persona llega a dudar de su propia experiencia; quizá se pregunta si todo no habrá sido una ilusión.

La Iglesia, por su parte, aparece de pronto en toda su crudeza y en toda su humanidad. No se siente a gusto en cualquier celebración o con cualquier sacerdote, pero, por otra parte, tampoco puede negar que ese sacerdote y esa celebración pertenecen a la misma Iglesia en la que, en el fondo, cree. La persona experimenta la necesidad de comprometerse con algo, de hallar un lugar en la Iglesia. Tiene un deseo progresivo de ser útil y de que su trabajo “se vea”, seguramente porque se ha visto confrontada, a veces duramente, con otras experiencias de fe, con otras creencias y religiones, y eventualmente con el ateísmo o el agnosticismo. Una urgencia interior le mueve entonces: aclarar preguntas más profundas, menos inmediatas y también menos emotivas. El creyente que entra a Segunda Generación quiere no sólo creer sino entender un poco mejor qué es lo que cree, qué es lo que celebra y por qué ha de vivir de un modo y no de otro.

Para una persona en esta etapa la palabra fundamental, sin duda, es formación: de su oración; de su entendimiento, su voluntad y su memoria; de sus destrezas y habilidades; de su nuevo modo de relacionarse con los demás. En efecto, su gran descubrimiento es que “el que no toma su cruz y sigue a Cristo, no puede ser su discípulo” (Cf. Mateo 10,38), y por eso deja, o intenta dejar, la comodidad; la irresponsabilidad sobre sí mismo; el inmediatismo pastoral; los brotes de fundamentalismo; la dependencia emocional de su experiencia primera. En contrapartida recibe, o quiere recibir, la conciencia clara de su conversión como proceso; un nuevo respeto por la fe vivida; humildad y prudencia en el anuncio del Evangelio; capacidad de examinar su conciencia con más claridad y serenidad.

Su texto bíblico emblemático podría ser:

“Entrad por la entrada estrecha; porque ancha es la entrada y espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella; mas ¡qué estrecha la entrada y qué angosto el camino que va a la vida!; y pocos son los que lo encuentran” (Mateo 7,13-14)

Hombres y mujeres sienten que aquí, en palabras de S. Catalina, es necesario obrar virilmente. En efecto, el creyente siente que ha empezado bien, pero que ahora tiene una gran responsabilidad consigo mismo. Le afana conseguir verdaderas virtudes, desprenderse de los malos hábitos, recuperar el tiempo perdido; lograr la coherencia entre lo que piensa, lo que ama y lo que vive. Es menos entusiasta y más circunspecto. A veces incluso le puede tentar un cierto pesimismo sobre su vida espiritual.

Según su temperamento y formación, el creyente de Segunda Generación dirá que se encuentra: en un proceso, un camino (Cf. Deuteronomio 1,31); en medio de una lucha, un combate (1 Corintios 9,26-27); en una construcción o edificación de su vida espiritual (Romanos 14,19; 1Cor 3,8-9); en un ascenso, quizá penoso (Ag 1,7-8); en una etapa de instrucción y clarificación (Deuteronomio 8,5; 1Cor 9,25). Por esto Segunda Generación es la gran etapa de los propósitos: “voy a aprender”; “me voy a corregir”; “oraré más, de aquí en adelante”; “no me voy a dejar hundir por mi pasado”. Tal vez por esto es también la etapa de los desánimos y del continuo recomenzar.

La imagen o visión de Dios y de la iglesia cambia. Ya no se contenta con un testimonio general o existencial, que le suena un poco hueco o falso. Se diría que teme decir que conoce a Dios. De otra parte, intenta acercarse más desinteresada y a la vez más críticamente a la Biblia y a la Teología. Gusta de los discursos coherentes y de las vidas transparentes y honestas, y quisiera poder hablar de Dios con autoridad y competencia.

Trata de descubrir a Dios en aquello que nunca le vaya a fallar. En este sentido, prefiere las vidas de los grandes santos (declarados o no por la Iglesia), que son como luces definidas para esta parte de su camino. Usualmente se apega con fuerza a los sacramentos y, si le es posible, a alguna obra apostólica particular. Con respecto a la Iglesia, quiere ser simplemente “realista”, pero a menudo termina fijándose y destacando más los aspectos negativos. Al mismo tiempo, dentro de la Iglesia ha ido encontrando su “rinconcito” donde se siente bien acogido, comprendido y útil. Intelectualmente es católico (“universal”), pero en la práctica obra a menudo casi sectariamente. De otro lado, le inquietan asuntos más teóricos y menos inmediatos sobre la historia de la Iglesia y el por qué y el cómo de la liturgia e incluso del derecho canónico.

Respecto a su visión del mundo es allí donde se dan los cambios más drásticos, porque más que el demonio que le puede tentar o amenazar, o la carne que le puede seducir, es el mundo quien logra descontrolarle o desanimarle. A veces se siente a gusto en lo profano, y entonces se dice: “uno también es humano”; otras veces le disgusta el utilitarismo, anonimato y dureza del mundo, y entonces tiende a buscar lugares, personas o refugios de verdadera humanidad y de verdadera fe.

Reconoce con relativa facilidad cuál es la verdadera fe y también puede admitir con sinceridad sus propias debilidades; lo que le resulta difícil es establecer un trato a la vez razonable y evangélico con el mundo. En este sentido suele obrar pendularmente: desde el extremo apartamiento y desconfianza hasta el total acercamiento. Aprecia y valora los bienes de creación, quizá admira y utiliza la tecnología, pero no sabe qué hacer con las ocasionales o periódicas sensaciones de vacío o de “mundanidad” que le agobian. Difícilmente logra paz en este campo. Definitivamente siente que son para él aquellas palabras de Hebreos:

“Por tanto, también nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe, el cual, en lugar del gozo que se le proponía, soportó la cruz sin miedo a la ignominia y está sentado a la diestra del trono de Dios. Fijaos en aquel que soportó tal contradicción de parte de los pecadores, para que no desfallezcáis faltos de ánimo.

No habéis resistido todavía hasta llegar a la sangre en vuestra lucha contra el pecado. Habéis echado en olvido la exhortación que como a hijos se os dirige: Hijo mío, no menosprecies la corrección del Señor; ni te desanimes al ser reprendido por él. Pues a quien ama el Señor, le corrige; y azota a todos los hijos que acoge. Sufrís para corrección vuestra. Como a hijos os trata Dios, y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige? Más si quedáis sin corrección, cosa que todos reciben, señal de que sois bastardos y no hijos.
Además, teníamos a nuestros padres según la carne, que nos corregían, y les respetábamos. ¿No nos someteremos mejor al Padre de los espíritus para vivir? ¡Eso que ellos nos corregían según sus luces y para poco tiempo!; mas él, para provecho nuestro, en orden a hacernos partícipes de su santidad. Cierto que ninguna corrección es de momento agradable, sino penosa; pero luego produce fruto apacible de justicia a los ejercitados en ella.

Por tanto, levantad las manos caídas y las rodillas entumecidas y enderezad para vuestros pies los caminos tortuosos, para que el cojo no se descoyunte, sino que más bien se cure. Procurad la paz con todos y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor.” (Hebreos 12,1-14)

Todo esto lo ha predicado la Iglesia. Entre los textos de los Padres de la Iglesia no es difícil encontrar exhortaciones en este sentido, como esta de san Juan Crisóstomo:

“El cristiano fervoroso ha de preocuparse del bien de los demás. Y en esto no nos vale de excusa la pobreza, ya que entonces nos acusaría el ejemplo de la viuda que echó las dos moneditas en el templo. Pedro afirmó: No tengo plata ni oro. Asimismo Pablo era tan pobre, que muchas veces pasó hambre por carecer del alimento necesario.

Tampoco sirve de pretexto un nacimiento humilde, ya que éstos eran de origen humilde. Como tampoco nos excusa la ignorancia, pues ellos eran hombres sin letras. Ni la enfermedad, pues Timoteo con frecuencia padecía enfermedades. Todos podemos ayudar a nuestro prójimo, si cada cual cumple con lo suyo.

¿No veis los árboles infructuosos, lo firmes, hermosos, elevados, esbeltos y grandiosos que son? Pero, si poseyéramos un huerto, preferiríamos tener en él granados y olivos fructíferos, más que aquellos árboles, que sirven para solaz, no para utilidad, y si alguna utilidad proporcionan, es de mínima importancia. Semejantes a aquellos árboles son los que se preocupan sólo de sí mismos; peor aún, pues sólo son aptos para el castigo. Pues aquellos árboles sirven al menos como material de edificación y para cobijo. […] Ninguno de éstos es acusado por sus pecados, por haber fornicado, cometido perjurio, ni por ningún otro pecado; sino precisamente porque no han sido útiles al prójimo. Como es el caso de aquel que enterró su talento, comportándose irreprochablemente, pero sin ser útil a los demás.

¿Cómo, me pregunto, puede ser cristiano el que así obra? Si el fermento mezclado con la harina no transforma toda la masa, ¿es verdaderamente fermento? Si la esencia no perfuma, ¿merece el nombre de esencia? […] No hagas injuria a Dios. Si dijeras que el sol no puede alumbrar, harías injuria al sol. Si dijeras que el cristiano no puede ser de provecho para los demás, haces injuria a Dios, porque le tildas de mentiroso. Es más fácil que el sol no caliente y no alumbre, que no que deje de dar luz un cristiano; más fácil que esto sería que la luz fuese tinieblas.

No digas que es cosa imposible: lo contrario es imposible. No hagas injuria a Dios. Si ponemos en orden nuestra propia conducta, todo lo demás que hemos dicho se seguirá por consecuencia natural. La luz del cristiano no puede quedar escondida; una lámpara tan resplandeciente no puede ocultarse.” (San Juan Crisóstomo, Homilía 20)

La Segunda Generación pide de sí misma un proceso orgánico, una formación. Allí, pues, donde se ofrece una formación cristiana más o menos integral, sin duda se encuentran cristianos de segunda generación. Este es —o debería siempre ser— ante todo el caso en los Monasterios, Seminarios y en las Casas de Formación de los Institutos de Vida Consagrada. También es lo que sucede en ESPAC; los Seminarios de Crecimiento de la Renovación Carismática; los Cenáculos del P. Lootens; la Escuela de la Palabra del P. Humberto Silva; los Cursos a Distancia de la Editorial Sinfronteras (PP. Combonianos); el itinerario posterior a las catequesis iniciales en el Camino Neocatecumenal; y otros. En otro sentido, los Cursos Libres de Teología e incluso la formación universitaria del tipo “Filosofía y Ciencias Religiosas”, tienen un poco este carácter de Segunda Generación.

Si en la Primera Generación la primacía la tenía la emoción, en esta Segunda Generación, la experiencia representativa es el compromiso en la esperanza. “Compromiso” es una palabra que, según su uso actual, describe bien el anhelo que cruza toda esta etapa. La persona quiere ser lo que antes creía que era, y por ello echa mano de su entendimiento y de su voluntad activa. Según su cultura, carácter y formación, priman la dimensión penitencial-purgativa, la ascético-virtuosa o la propiamente intelectual.

Por ello mismo, le preocupa mucho saber si está avanzando o está retrocediendo. De la ingenua confianza inicial ahora pasa a la desconfianza casi radical sobre sus propias sensaciones. Puede incluso llegar a defenderse de sentir, por ejemplo mediante la racionalización, la burla o una especie de “huida al mundo”. Intenta ser realista y asegurar resultados en sí mismo y en lo que hace. En el fondo, a nada teme tanto como a sí mismo; es decir, a su capacidad de engañarse; fallar o “patinar” sin avanzar.

La idea de santidad de una persona así es la santidad del obrero, que siente que hay que trabajar mucho: en sí mismo y en obras apostólicas. Para sí desea alcanzar armonía y equilibrio que consoliden lo ya vivido; para las obras espera resultados que construyan un ambiente en el que se conserven esa armonía y ese equilibrio. La duración de esta etapa es difícilmente menor de unos siete años. Es la cifra que por cierto alude al tiempo típico de la formación institucional para el sacramento del Orden. Porque la Iglesia querría que sus sacerdotes fueran todos gente de Tercera Generación.

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