domingo, 25 de noviembre de 2007

Tres etapas o generaciones en la vida cristiana (1 de 3)

Por Fray Nelson Medina O.P.

Escuchamos a menudo hablar de “formación” y de cristianos o creyentes “formados”. Da la impresión de que este término tiene una connotación ante todo intelectual y eso entraña bien sabemos, un riesgo de orgullo o de racionalismo. Más lo que aquí se desea indicar es sobre todo que la vida espiritual tiene un camino, un itinerario que tiene que ir más allá de la conversión inicial y prepararse apropiadamente para acoger las gracias y luces propias de su consumación mística.

Desde este ángulo es evidente el riesgo que corre aquel que no se apersona seriamente de un camino de formación: desalentado por esa desagradable sensación de no estar yendo a ninguna parte que todos hemos tenido alguna vez, terminará por abandonar las pocas semillas de bondad que hayan podido brotar en su campo. Su condición puede llegar a ser peor que si no hubiera escuchado de Cristo.

Las grandes etapas de la vida espiritual

Estas etapas son tres. Los autores de los diversos siglos las han llamado de diversos modos: etapas, vías, peldaños; aquí se usa el término “generaciones”, porque ayuda a resaltar el aspecto de novedad o nacimiento que tiene cada uno de estos estadios.

Son tres generaciones sin querer con esto poner una especie de límite en la perfección espiritual que puede alcanzarse. No, la idea no es esa. Más bien el planteamiento sería este: cuando una persona se convierte al amor de Jesucristo, aunque ha recibido lo esencial de la salvación, en la inmensa generalidad de los casos no tiene los recursos internos necesarios para consolidar su propio proceso, ni para servir del mejor modo a la comunidad eclesial ni para resistir los reveses y contradicciones de todo género.

En el Nuevo Testamento tenemos testimonio de que esto es así. Por ejemplo, la Carta a los Hebreos deja ver que hay una etapa de “leche” y otra de “manjar sólido” (Hebreos 5,12). San Pedro alude también a una evolución posterior a la salvación misma en pasajes como aquel famoso:

“Creced, pues, en la gracia y en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador, Jesucristo” (2 Pedro 3,18)

Por su parte, Pablo tiene conciencia de esta diferencia de crecimiento espiritual entre los cristianos, allí donde escribe:

“Nosotros, los fuertes, debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles y no buscar nuestro propio agrado” (Romanos 15,1)

De este último texto, particularmente, podemos ver que sí hay un estado que podemos llamar de “madurez” en el que la fe adquiere una solidez distintiva. Sus términos pueden incluso sonar antipáticos hoy, pero ciertamente la Biblia no debe ser interpretada desde la simpatía o la antipatía.

En 1 Corintios 2,6 leemos:

“Sin embargo, hablamos de sabiduría entre los perfectos, pero no de sabiduría de este mundo ni de los príncipes de este mundo, abocados a la ruina”.

Filipenses 3,13 nos trae un elocuente testimonio:

“Yo, hermanos, no creo haberlo alcanzado todavía. Pero una cosa hago: olvido lo que dejé atrás y me lanzo a lo que está por delante, corriendo hacia la meta, para alcanzar el premio a que Dios me llama desde lo alto en Cristo Jesús. Así pues, todos los perfectos tengamos estos sentimientos, y si en algo sentís de otra manera, también eso os lo declarará Dios”.

No se trata, sin embargo, de asunto de “élites espirituales”, pues el mismo apóstol exhorta a todos con estas palabras:
“…hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento pleno del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud de Cristo” (Efesios 4,13).

De todo esto resulta claro que hay por lo menos dos estados fundamentales en el proceso del cristiano, a saber el de la “leche” y el del “manjar sólido”, es decir, el de los que están en camino de maduración y el de los ya maduros o formados. Lo que sucede es que con aquellos que están en camino de maduración es posible distinguir muy bien dos momentos, uno, el del puro comienzo que tiene su centro en el acontecimiento mismo de la conversión, y otro, el de la consolidación en la opción primera y en la acogida de la gracia.

Por esto resultan tres etapas, quedando muy claro que sólo la tercera se corresponde con lo que es una verdadera vida cristiana; las otras dos son en cierto modo preparación para esa tercera y definitiva. Lo cual no implica que esta tercera sea de estancamiento, sino que ya no contiene las rupturas o “nacimientos” de que caracterizan el paso de las otras dos.

La primera etapa o generación: El Encuentro

Su categoría fundamental es encuentro, con Dios; consigo mismo; con sus hermanos. Es aquel tiempo en que la persona deja el pecado, la autocompasión, el relegar sus culpas a otros, la indiferencia o tibieza religiosas, y recibe gracia, paz profunda, seguridad de la eficacia del sacrificio redentor de Cristo y del don del Espíritu Santo.

Básicamente descubre que Jesucristo es el Señor (Cf. Hechos 10,36), es decir, el núcleo mismo del Nuevo Testamento. Un texto que describe bien esta experiencia es aquel pasaje del usurero:

“Zaqueo se apresuró a bajar y recibió a Jesús con alegría […] Puesto en pie, dijo al Señor: ‘Daré, Señor, la mitad de mis bienes a los pobres; y si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo’. Jesús le dijo: ‘Hoy ha llegado la salvación a esta casa’ ” (Lucas 19,6.8-9a).

Otro texto ilustrativo es el de 1 Timoteo 1,12-17:

“Doy gracias a aquel que me revistió de fortaleza, a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me consideró digno de confianza al colocarme en el ministerio, a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente. Pero encontré misericordia porque obré por ignorancia en mi infidelidad. Y la gracia de nuestro Señor sobreabundó en mí, juntamente con la fe y la caridad en Cristo Jesús. Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo. Y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener vida eterna. Al Rey de los siglos, al Dios inmortal, invisible y único, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén.”

La verdad es que Biblia tiene preciosas descripciones sobre esta primera generación, cuajada de la emoción de la fe. Según su temperamento y formación, el neocreyente dirá que esta primera generación es: como haber nacido de nuevo (Cf. Juan 3,3); como haberse despertado o descubierto la luz (Cf. Efesios 5,14); como estar enamorado (Cf. Jeremías 20,7a); como haber encontrado algo que se había perdido (Cf. Lucas 15,9).

El nuevo creyente siente que ha sido cambiado por dentro, pero desde fuera. “Algo que ha sucedido en mí, pero sin mí”. Ha “nacido” y puede ver de otro modo su pasado —sin inútiles autoacusaciones y sin denigrar de nadie—, su presente —como una especie de primavera—, y su futuro —que adivina lleno de promesas—.

Las Confesiones de San Agustín son un documento altamente representativo de todo este comienzo en la vida cristiana. Quiero recordar aquí uno de sus más hermosos pasajes:

“Habiéndome convencido de que debía volver a mí mismo, penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello me fue posible, porque tú, Señor, me socorriste. Entré y de alguna manera vi con los ojos de mi alma por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una luz inconmutable; no esta luz ordinaria y visible a cualquier hombre, por intensa y clara que fuese y que lo llenase todo con su magnitud. Se trataba de una luz completamente distinta. No estaba por encima de mi mente a la manera del aceite sobre el agua o el cielo sobre la tierra, sino arriba de mí, porque me hizo, y yo bajo ella, porque fui hecho por ella. La conoce quien conoce la verdad.
Y, cuando te conocí por primera vez, fuiste tú quien me elevó hacia ti, para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era aún capaz de verlo. Y fortaleciste la debilidad de mi mirada irradiando con fuerza sobre mí y me estremecí de amor y de temor; y me di cuenta de la gran distancia que me separaba de ti, por la gran desemejanza que hay entre tú y yo, como si oyera tu voz que me decía desde arriba: “Soy alimento de adultos: crece y podrás comerme. Y no me transformarás en sustancia tuya, como sucede con la comida corporal, sino que tú te transformarás en mí.
Y yo buscaba el camino para adquirir un vigor que me hiciera capaz de gozar de ti, y no lo encontraba, hasta que me abracé al mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también él.
¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste y deseé con ansia tu paz.” (San Agustín, Confesiones, Libros 7; 10)

Antes esto quizás podamos preguntarnos ¿Y dónde se da eso hoy? Un poco ocasionalmente aquí y allá, en conversaciones y acontecimientos impredecibles y esporádicos, casi siempre acompañados por la voz o la experiencia de un cristiano convencido. Más frecuentemente en el contexto de grupos juveniles, de oración o grupos marianos; convivencias cristianas; retiros espirituales (ignacianos, Lumen Dei, Foyer de Charité); Congresos de Sanación o de Alabanza. Programáticamente —como propósito explícito—, en la predicación de los Encuentros de Promoción Juvenil; la Renovación Carismática (Seminario de Vida en el Espíritu) y el Camino Neocatecumenal, entre otros.

Hemos de precisar que hay unas disposiciones anteriores indispensables para esta generación ya que el amor de Dios es siempre soberano, y por ello, en principio, tales disposiciones son impredecibles, como la gracia operante de Dios. Se trata de una obra del Espíritu Santo, que en esto obra particularmente como “Señor y dador de vida”.

Sin embargo, suele haber motivaciones externas, ante todo, la Palabra predicada (Romanos 10,17), que invita a creer. Junto a ella, a menudo, situaciones “límites”: una enfermedad, la indigencia, una honda sensación de absurdo o de vacío, la necesidad de un amor creíble, la urgencia de superar una adicción destructiva. O también el encuentro con el pobre, el enfermo o el desvalido como prójimo; noticias próximas de parientes o amigos en esta clase de situaciones, o perdidos o fallecidos; el testimonio de alegría, paz, pureza, generosidad o claridad de horizontes de algunos ya creyentes.

En esta etapa prima lo emocional ya que indudablemente la parte mayor la tiene la voluntad sensitiva. Según la cultura, carácter y circunstancias de conversión, primarán la alegría ingenua o un acendrado temor religioso. Por ello mismo el que aquí llamamos “neocreyente”, intenta más o menos conscientemente repetir una y otra vez las sensaciones que rodearon su conversión, por ejemplo, volviendo a los lugares, repitiendo las meditaciones u oraciones o hablando con las mismas personas.

El neocreyente desea crecer, pero con frecuencia identifica su crecimiento con la intensidad de las experiencias religiosas que ha vivido o espera vivir. Por esto suele buscar lugares y personas que le hagan sentir de modo nuevo su condición de convertido. En general, puede decirse que tiene más impulso que dirección.

La visión del mundo de las personas en esta primera generación es una visión simplificada, dramática y sin muchas matizaciones. Todo se remite a las “causas primeras” y detrás de cada drama se ve o se cree ver directamente la acción del Bueno —Dios— o del Malo —el diablo—. A menudo hay exageraciones e incluso fanatismos. También puede darse tendencia a las distinciones absolutas, por ejemplo: “Antes de convertirme… en cambio después de convertirme…”; “en el mundo, todo es maldad y pecado; con el Señor, sólo hay bienes, virtudes y bendiciones”; “hay sacerdotes (o religiosos, o cristianos) convertidos… y sacerdotes no convertidos”.

Para ellos Dios es, ante todo, el Señor y el Salvador, como se nos ha revelado en Jesucristo. El lenguaje de un “neocreyente” se hace enfático al hablar sobre Dios y la religión. Puede incluso dar la impresión de que conoce demasiado a Dios. Pasa también que a menudo extrapola su experiencia y quiere aplicarla a todos los casos. Ve en la conversión religiosa la solución a todos los problemas de todas las personas. La imagen de Iglesia es más bien selectiva y quizá romántica, pero, al mismo tiempo, intransigente. El neocreyente suele sobreestimar el potencial pastoral y la eficacia evangelizadora de aquello que lo convirtió a él; paralelamente puede ser injusto en su apreciación de lo que la Iglesia hace en otros campos o de otros modos. Por ese cierto “irrealismo” que marca a esta etapa, el temor casi parece desaparecer de la escena; una persona en este momento de su vida espiritual sólo teme a los demás; concretamente, a que aquellos que han empezado a ser autoridad para él, descalifiquen su conversión.

Respecto a la santidad en esta primera etapa hay una palabra un poco dura, que encontramos en los escritos de Santa Catalina de Siena, para describir el tipo de santidad de esta etapa: santidad del mercenario, que antes recibía bienes de sus pecados y ahora los espera de los consuelos espirituales. Sin embargo, la persona misma no es del todo consciente de su propia situación y fácilmente puede creer que va más delante de lo que en realidad está.

La duración de esta primera generación no debería ser mayor de uno o quizá dos años, tiempo en el que las distintas vivencias del año litúrgico llaman a un nuevo crecimiento.

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