lunes, 19 de noviembre de 2007

Las dudas del hombre (2 de 2)

Autor: Fray Nelson Medina O.P.

¿Es absurdo el cristianismo?

Hay gente que ve un absurdo en la manera de obrar de Dios, dicen que no saben que esperar de un Dios que mata a su propio Hijo para salvar a otros hijos a los que no les llegará esa salvación porque no creerán o no les importará que Dios mató a su Hijo por ellos. Esto les hace creer en su juicio racional que el cristianismo es la religión más absurda que existe.


¿Qué podemos esperar? Eso te lo responde san Pablo:

“El, que no eximió ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos concederá también con El todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condena? Cristo Jesús es el que murió, sí, más aún, el que resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?” (Romanos 8,32-35)

¿Que suena absurdo? Seguramente. Antiguos predicadores y escritores cristianos, que llamamos “Padres de la Iglesia” gustaban de decir que la “locura” del amor vino a curar la locura del pecado. El “absurdo” de amarnos tanto vino a subsanar el absurdo de que le amemos tan poquito.

¿Fue infructuoso el sacrificio de Jesucristo?

Siguiendo la vista corta de estas personas, argumentan luego, que ese Hijo muere para salvar el mundo y resulta que casi nadie se salva, el mundo cada día sigue peor de lo que estaba antes, y esa salvación entonces, preguntan ¿en qué consiste? Dicen que el Hijo muere para restituir todas las cosas con Dios, pero, no ven cuáles son esas cosas que están restituidas con Dios. Cuando los creyentes decimos que Jesús es el Príncipe de la Paz, ellos dicen ¿de cuál paz? ¿Cuándo ha reinado la paz en el mundo con Mesías o sin Él? Cuando decimos que todo ha sido sometido a sus pies, ellos continúan preguntando ¿que es todo? Porque no ven mucho que esté sometido a sus pies este mundo.

Pero estas mismas preguntas nos hacen recordar lo que dijeron los discípulos apenas se convencieron de verdad que Cristo sí había resucitado y estaba revestido de poder. Animosos y fortalecidos le preguntaron: “Señor, ¿restaurarás en este tiempo el reino a Israel?” (Hechos 1,6). Ahí está la prueba, si hiciera falta, de la necesidad que todos tenemos de eso que expresan con vehemencia: ¿En dónde se ve la salvación realizada? ¿En dónde se ve que las cosas hayan sido restituidas en Dios?

Quisiéramos ver, constatar, comprobar. Tal vez nos gustaría tener pruebas de que nuestra opción de fe es la correcta; estar seguros de que no nos estamos equivocando. O tal vez nos agrada sentir que tenemos algo que mostrar a quienes pretendan denigrar de nuestras creencias. ¿Se imaginan lo maravilloso que sería decir: ? “Aquí está el Reino de Dios. Ya veo que no hay razón para dudar y el que tenga dudas, ¡que vea cómo funciona de bien todo aquí!”

Sin embargo, el mismo Cristo nos enseñó algo importante con respecto a esa postura, según cuenta Lucas:

“Habiéndole preguntado los fariseos cuándo vendría el reino de Dios, Jesús les respondió, y dijo: El reino de Dios no viene con señales visibles, ni dirán: "¡Mirad, aquí está!" o: "¡Allí está!" Porque he aquí, el reino de Dios entre vosotros está.” (Lucas 17,20-21)

¡Qué cosa tan extraña! Es el Rey de Reyes, y su reino “no tendrá fin,” según la expresión del credo, y sin embargo, ese reino no viene “con señales visibles.” Es una gran paradoja, pero también tiene su sentido, si lo pensamos bien.

El Reino de Dios es el de Dios, es Dios reinando. Y Dios reina allí donde se le sirve a Él como quiere ser servido, “en Espíritu y verdad” (Juan 4,24), según Él mismo dijo. ¿En qué consiste esa “verdad”? Hay muchas respuestas posibles y válidas. Una es esta: servir a Dios “en verdad” es servirlo no por lo que sacamos de ese servicio sino porque Él merece ser amado; no por los beneficios sino porque Él en sí mismo es bueno y digno de ser servido.

Es decir: en el Reino de Dios quien reina es Dios y ello se muestra sobre todo en preferirlo a Él, cumpliendo en realidad de verdad lo que pide y ordena el primer mandamiento de la Ley de Dios:
“Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Deuteronomio 6,5), el mandamiento que también Jesús enseñó que era el más importante (Mateo 22,37).

Preferir a Dios y ponerlo en primer lugar es sencillo cuando eso trae beneficios; es difícil en cambio cuando conlleva persecuciones, soledad, ataques o dificultades. Por eso, mientras estemos en esta tierra el Reino de Dios ha de permanecer un poco en penumbra y recubierto por el misterio.

Una presencia “vigorosa” o “clara” de la salvación significaría una terrible ambigüedad: ¿escogemos servir a Dios por ser quien es o porque es un “buen negocio”? La experiencia ha mostrado que cuando las cosas marchan “demasiado” bien en las filas de los creyentes --por ejemplo, cuando ser creyente trae visibles privilegios, porque la Iglesia tiene posturas de poder en la sociedad-- la fe verdadera se marchita y decae. Por el contrario, en tiempos de persecución, cuando parece casi una locura creer, la fe se purifica y ofrece testimonios altísimos de santidad.

De modo que no deberíamos esperar que después de Cristo las cosas se volvieran mágicamente pacíficas y maravillosas, porque la conversión de cada persona sucede en su propio momento y el proceso de llegar a amar a Dios no puede darse por descontado. La única señal --y es eso: una señal, que a veces se lee bien y otras veces no se alcanza a leer-- es aquello que dijo el Señor a sus discípulos:

“Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; que como yo os he amado, así también os améis los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros.” (Juan 13,34-35)
De modo que es tarea nuestra, en cuanto creyentes, hacer patentes las señales del amor, aunque sin olvidar lo que advirtió el mismo Cristo:

“Si el mundo os odia, sabéis que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí de entre el mundo, por eso el mundo os odia. Acordaos de la palabra que yo os dije: "Un siervo no es mayor que su señor." Si me persiguieron a mí, también os perseguirán a vosotros; si guardaron mi palabra, también guardarán la vuestra. Pero todo esto os harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió.” (Juan 15,18-21)

Sobre la expresión “Príncipe de la Paz,” nos gustaría comentar dos cosas. Primera: la paz no significa ausencia de conflicto; más bien, Cristo era muy consciente de que su presencia causaría divisiones, y lo dijo abiertamente (Mateo 10,34-36). En segundo lugar, la paz no está ausente de la vida del cristiano, ni aún en los momentos de más grave conflicto. No es una paz exterior, porque conflicto implica contradicción y enfrentamiento, pero sí es una paz heredada de la serenidad con que el mismo Cristo afrontó su propia pasión y oró por los que le crucificaban.

¿Por qué el infierno?

Por último comentar sobre aquellos que siguen dudando que nuestro Dios es amor por el hecho de saber que también ha creado un infierno eterno para sus hijos que no le piden perdón o que no quieren estar con Él, no les cabe la idea de aún habiendo dado la vida de su Hijo para salvar a sus hijos, el que no lo reconoce irá al infierno para siempre. Vaya amor el de nuestro Dios piensan ellos. No entienden y suponen además como otro ejemplo, que Él no perdonó a Judas que lo traicionó y se cuestionan ¿Por qué Él no perdona a los que no lo aman? ¿Por qué Él le da la paz a los que lo aman solamente, por qué no se la da también a los que lo rechazan? Concluyen torpemente que ellos sí tendrían que hacerlo, aún sin el buen ejemplo que Él no da.

Pero hemos de decir que sobre lo de que Dios no perdona a los que no lo aman, ya hemos hablado antes: su perdón está ofrecido y el castigo, y el infierno mismo no es otra cosa que rechazar ese perdón, rechazar la oferta del amor de Dios. En cuanto criaturas libres puede decirse que nosotros construimos el infierno en la medida en que nos cerramos a la gracia que Dios ofrece. Es lo mismo que una persona que en día soleado se encierra en su cabaña, tapa todas las ventanas y agujeros y luego maldice la oscuridad.

También hemos hablado sobre la diferencia entre perdonar nosotros y el perdón de Dios. Lo de nosotros es casi más un acto de sensatez y de sanidad mental y emocional; lo de Dios es la generosidad de su amor que se ofrece pero que no siempre es aceptado. Y precisamente: la vida que el Hijo dio para que todos fuéramos hijos es la mejor prueba de que Dios tiende la mano, pero no la impone, pues Él mismo dice:

“He aquí, yo estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y abre la puerta, entraré a él, y cenaré con él y él conmigo” (Apocalipsis 3,20).

¿Perdonó Jesús a Judas, el traidor? La Biblia no dice que lo haya condenado al infierno. Muestra además que Cristo perdonó a Pedro y a los demás que también lo negaron. La Iglesia tampoco ha declarado nunca la condenación eterna de Judas ni de ningún otro ser humano así como con nombre y apellido. Sabemos que existe la posibilidad espantosa de cerrarse al amor de Dios y sabemos que una persona podría perseverar en esa negativa hasta el final, encerrándose en su odio y soberbia. Esa situación, que no puede ser violentada en todos los casos sin quitarle la libertad a la persona, es lo que desemboca en lo que la Iglesia llama “infierno.” ¿Le ha sucedido eso a Judas? No lo sabemos. La terrible expresión de Cristo, “más le valiera no haber nacido” (Marcos 14,21), no implica forzosamente que se condenó. No se nos olvide que Job, a quien suele llamarse “el santo Job,” en un cierto momento consideró que era mejor no haber nacido, pues a tanto llegaba su dolor y su situación de angustia (Job 3,1-26). Así que no podemos considerar “mejor no haber nacido” como sinónimo de “condenarse.”

Una última palabra sobre lo de la paz. Ellos dicen: « ¿Por qué Él le da la paz a los que lo aman solamente, por qué no se la da también a los que lo rechazan? » Ya hemos aclarado un poco sobre el sentido de la paz, aplicado a la obra de Cristo en esta tierra. Pero quisiéramos añadir algo que dijo Santa Catalina de Siena. Enseñó esta Santa que Dios, en su misericordia, sabe a menudo “intranquilizar” a quienes andan errados, para despertar de algún modo su conciencia y hacerles ver a qué destino se aproximan.

Así que, muy al contrario de lo que ellos dicen, los cristianos pensamos que Dios, especialmente en su revelación en Cristo, nos ha dado ejemplo, según aquello del apóstol Pedro:

“Porque para este propósito habéis sido llamados, pues también Cristo sufrió por vosotros, dejándonos ejemplo para que sigáis sus pisadas, el cual no cometió pecado, ni engaño alguno se halló en su boca; y quien cuando le ultrajaban, no respondía ultrajando; cuando padecía, no amenazaba, sino que se encomendaba a aquel que juzga con justicia; y El mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre la cruz, a fin de que muramos al pecado y vivamos a la justicia, porque por sus heridas fuisteis sanados. Pues vosotros andabais descarriados como ovejas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y Guardián de vuestras almas.” (1Pedro 2,21-25)

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