lunes, 27 de agosto de 2012

Dios y las riquezas terrenales

Tomado del Catecismo de la Iglesia Católica
 
LA POBREZA DE CORAZÓN
El amor a los pobres, signo de la presencia de Cristo

Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprueba a los que se niegan a hacerlo:
“A quien te pide da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda” Mt 5, 42. “Gratis lo recibisteis, dadlo gratis” Mt 10, 8.

Jesucristo -nos dice el evangelio- reconocerá a sus elegidos en lo que hayan hecho por los pobres:

“Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria rodeado de todos sus ángeles, se sentará en el trono de gloria, que es suyo. Todas las naciones serán llevadas a su presencia, y separará a unos de otros, al igual que el pastor separa las ovejas de los cabritos. y pondrá a aquellas a su derecha y a estos a su izquierda. Entonces el Rey dirá a los que están a su derecha: «Vengan, benditos de mi Padre, y tomen posesión del reino que ha sido preparado para ustedes desde el principio del mundo. Porque tuve hambre y ustedes me dieron de comer; tuve sed y ustedes me dieron de beber. Fui forastero y ustedes me recibieron en su casa. Anduve sin ropas y me vistieron. Estuve enfermo y fueron a visitarme. Estuve en la cárcel y me fueron a ver.»” Mt 25, 31-36.

Por eso la buena nueva anunciada a los pobres es el signo de la presencia de Cristo:
“Los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, y una Buena Nueva llega a los pobres” Mt 11, 5
"El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos” Lc 4, 18

El amor cristiano por los pobres está inspirado en (1) el Evangelio de las bienaventuranzas:
“Entonces Jesús, fijando la mirada en sus discípulos, dijo: «¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece! ¡Felices ustedes, los que ahora tienen hambre, porque serán saciados! ¡Felices ustedes, los que ahora lloran, porque reirán! ¡Felices ustedes, cuando los hombres los odien, los excluyan, los insulten y los proscriban, considerándolos infames a causa del Hijo del hombre!” Lc 6, 20-22

(2) En la pobreza de Jesús:
“Jesús le contestó: «Los zorros tienen cuevas y las aves tienen nidos, pero el Hijo del Hombre ni siquiera tiene dónde recostar la cabeza.»” Mt 8, 20

Y (3) en su atención a los pobres:
“Jesús se había sentado frente a las alcancías del Templo, y podía ver cómo la gente echaba dinero para el tesoro; pasaban ricos y daban mucho, pero también se acercó una viuda pobre y echó dos moneditas de muy poco valor. Jesús entonces llamó a sus discípulos y les dijo: «Yo les aseguro que esta viuda pobre ha dado más que todos los otros. Pues todos han echado de lo que les sobraba, mientras ella ha dado desde su pobreza; no tenía más, y dio todos sus recursos.»” Mc 12, 41-44.

Justicia para todos

El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de “hacer partícipe al que se halle en necesidad” Ef 4, 28.

No abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa. En este sentido, el amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta:
“Ahora bien, ustedes, ricos, lloren y den alaridos por las desgracias que están para caer sobre ustedes. Su riqueza está podrida y sus vestidos están apolillados; su oro y su plata están tomados de herrumbre y su herrumbre será testimonio contra ustedes y devorará sus carnes como fuego. Han acumulado riquezas en estos días que son los últimos. Miren: el salario que no pagaron a los obreros que segaron sus campos está gritando; y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos. Han vivido sobre la tierra regaladamente y se entregaron a los placeres; han hartado sus corazones en el día de la matanza. Condenaron y mataron al justo; él no les resiste” (St 5, 1-6).

San Juan Crisóstomo lo recuerda vigorosamente: “No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida; [...] lo que poseemos no son bienes nuestros, sino los suyos. Por eso es preciso satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia”
"Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia” (San Gregorio Magno, Regula pastorales).

Las obras de misericordia

Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales
“¿No saben cuál es el ayuno que me agrada? Romper las cadenas injustas, desatar las amarras del yugo, dejar libres a los oprimidos y romper toda clase de yugo. Compartirás tu pan con el hambriento, los pobres sin techo entrarán a tu casa, vestirás al que veas desnudo y no volverás la espalda a tu hermano.” Is 58, 6-7
“Acuérdense de los presos como si estuvieran con ellos en la cárcel, y de los que sufren, pues ustedes también tienen cuerpo” Hb 13, 3

Instruir, aconsejar, consolar, confortar, perdonar y sufrir con paciencia son obras espirituales de misericordia. En cambio, las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos.
“Entonces los justos dirán: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero y te recibimos, o sin ropa y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte? El Rey responderá: «En verdad les digo que, cuando lo hicieron con alguno de los más pequeños de estos mis hermanos, me lo hicieron a mí.»”Mt 25,37-40.

Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres (cf Tb 4, 5-11; Si 17, 22) es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios:
“Cuando ayudes a un necesitado, no lo publiques al son de trompetas; no imites a los que dan espectáculo en las sinagogas y en las calles, para que los hombres los alaben. Yo se lo digo: ellos han recibido ya su premio. Tú, cuando ayudes a un necesitado, ni siquiera tu mano izquierda debe saber lo que hace la derecha: tu limosna quedará en secreto. Y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará.” Mt 6, 2-4.

“El que tenga dos túnicas que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo” Lc 3, 11.

“Dad más bien en limosna lo que tenéis, y así todas las cosas serán puras para vosotros” Lc 11, 41.

“Si un hermano o una hermana están desnudos y carecen del sustento diario, y alguno de vosotros les dice: ‘id en paz, calentaos o hartaos’, pero no les dais lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve?” (St 2, 15-16; cf Jn 3, 17).

Bajo sus múltiples formas -indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas o psíquicas y, por último, la muerte-, la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado de Adán y de la necesidad que tiene de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los ‘más pequeños de sus hermanos’.


Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a Él respecto a todo y a todos y les propone “renunciar a todos sus bienes” por Él y por el Evangelio:
“De la misma manera, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo”. Lc 14, 33
“Porque el que quiera salvar su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí y por la Buena Noticia, la salvará”. Mc 8, 35.

Poco antes de su pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir
“Porque todos los demás dieron como ofrenda algo de lo que les sobraba, pero ella, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir”. Lc 21, 4

Así, el precepto del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos. Por ello, debemos intentar orientar rectamente nuestros deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no nos impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto.

“Bienaventurados los pobres en el espíritu” dijo Jesús en Mt 5, 3.
Las bienaventuranzas revelan un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz.
Jesús celebra la alegría de los pobres, a quienes pertenece ya el Reino:
“Entonces Jesús, fijando la mirada en sus discípulos, dijo: «¡Felices ustedes, los pobres, porque el Reino de Dios les pertenece!” Lc 6, 20

En cambio, se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de bienes: “Pero ¡ay de ustedes los ricos, porque ya tienen su consuelo!” Lc 6, 24.

Por eso, debemos abandonarnos en la providencia del Padre del cielo para librarnos de la inquietud por el mañana:
“Por eso yo les digo: No anden preocupados por su vida con problemas de alimentos, ni por su cuerpo con problemas de ropa. ¿No es más importante la vida que el alimento y más valioso el cuerpo que la ropa? Fíjense en las aves del cielo: no siembran, ni cosechan, no guardan alimentos en graneros, y sin embargo el Padre del Cielo, el Padre de ustedes, las alimenta. ¿No valen ustedes mucho más que las aves? ¿Quién de ustedes, por más que se preocupe, puede añadir algo a su estatura? Y ¿por qué se preocupan tanto por la ropa? Miren cómo crecen las flores del campo, y no trabajan ni tejen. Pero yo les digo que ni Salomón, con todo su lujo, se pudo vestir como una de ellas. Y si Dios viste así el pasto del campo, que hoy brota y mañana se echa al fuego, ¿no hará mucho más por ustedes? ¡Qué poca fe tienen! No anden tan preocupados ni digan: ¿tendremos alimentos?, o ¿qué beberemos?, o ¿tendremos ropas para vestirnos? Los que no conocen a Dios se afanan por esas cosas, pero el Padre del Cielo, Padre de ustedes, sabe que necesitan todo eso. Por lo tanto, busquen primero su reino y su justicia, y se les darán también todas esas cosas. No se preocupen por el día de mañana, pues el mañana se preocupará por sí mismo. A cada día le bastan sus problemas.” Mt 6, 25-34.

Y así, poner solo nuestra confianza en Dios de manera que nos dispongamos a la bienaventuranza de los pobres: ellos verán a Dios.

EL APEGO A LOS BIENES MATERIALES

El destino universal y la propiedad privada de los bienes

Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos, los dominara mediante su trabajo y se beneficiara de sus frutos (cf Gn 1, 26-29). Los recursos de este mundo están destinados pues a todo el género humano. El hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que puedan aprovechar no sólo a él, sino también a los demás. Así, la propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de lo que Dios le ha encomendado para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus próximos.

Los bienes de producción -materiales o inmateriales- como tierras o fábricas, profesiones o artes, requieren los cuidados de sus poseedores para que su fecundidad aproveche al mayor número de personas. Así mismo, los poseedores de bienes de uso y consumo deben usarlos con templanza reservando la mejor parte al huésped, al enfermo, al pobre.

En ese sentido, en materia económica, el respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para moderar el apego a los bienes de este mundo; de la justicia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de la solidaridad, siguiendo la regla de oro y según la generosidad del Señor, que “siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza” (2 Co 8, 9).

El respeto de los bienes ajenos

Con lo anterior, se desprende que el robo, es decir, la usurpación del bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño es algo contrario al amor de Dios y por ello se estableció como prohibido desde la ley de Moisés en el séptimo mandamiento.

También, son moralmente ilícitos otros actos relacionados con el robo tales como:
·         Retener deliberadamente bienes prestados u objetos perdidos.
·         Defraudar en el ejercicio del comercio.
·         Pagar salarios injustos.
·         Elevar los precios especulando con la ignorancia o la necesidad ajenas.
·         Especular para hacer variar artificialmente la valoración de los bienes con el fin de obtener un beneficio en detrimento ajeno.
·         La corrupción mediante la cual se vicia el juicio de los que deben tomar decisiones conforme a derecho.
·         La apropiación y el uso privados de los bienes sociales de una empresa.
·         Los trabajos mal hechos.
·         El fraude fiscal.
·         La falsificación de cheques y facturas.
·         Los gastos excesivos.
·         El despilfarro.
·         Infligir voluntariamente un daño a las propiedades privadas o públicas.

Se desprende entonces que las promesas deben ser cumplidas, y los contratos rigurosamente observados en la medida en que el compromiso adquirido es moralmente justo. Igualmente todo contrato debe ser hecho y ejecutado de buena fe.
En este sentido, la reparación de la injusticia cometida exige la restitución del bien robado a su propietario. Recordemos como Jesús bendijo a Zaqueo por su resolución: “Si en algo defraudé a alguien, le devolveré el cuádruplo” (Lc 19, 8).

Como fieles seguidores de Cristo, debemos también evitar participar en, o denunciar, los actos de personas o empresas que por una u otra razón, egoísta o ideológica, mercantil o totalitaria, conducen a esclavizar seres humanos, a menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancía. Es un pecado contra la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos por la violencia a la condición de objeto de consumo o a una fuente de beneficio.

  • Todo sistema según el cual las relaciones sociales deban estar determinadas enteramente por los factores económicos, resulta contrario a la naturaleza de la persona humana y de sus actos.
  • Una teoría que haga del lucro la norma exclusiva y el fin último de la actividad económica es moralmente inaceptable.
  • Un sistema que “sacrifique los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en aras de la organización colectiva de la producción” es contrario a la dignidad del hombre.
  • Toda práctica que reduzca a las personas a no ser más que medios con vistas al lucro esclaviza al hombre, conduce a la idolatría del dinero y contribuye a difundir el ateísmo.
En la actualidad, debemos rechazar en la práctica del “capitalismo” el individualismo y la primacía absoluta de la ley de mercado sobre el trabajo humano; su regulación únicamente por la ley de mercado quebranta la justicia social, porque existen numerosas necesidades humanas que no pueden ser satisfechas por el mercado. Por ello, es preciso promover una regulación razonable del mercado y de las iniciativas económicas, según una justa jerarquía de valores y con vistas al bien común.

Aún y cuando no podemos dejar de reconocer que la actividad económica debe ser dirigida según sus propios métodos, no obstante, debe moverse dentro de los límites del orden moral, según la justicia social, a fin de responder al plan de Dios sobre el hombre.

El desarrollo de las actividades económicas y el crecimiento de la producción deben entonces estar destinados a satisfacer las necesidades de los seres humanos. No debe tender solamente a multiplicar los bienes producidos y a aumentar el lucro o el poder; sino que debe estar ordenada ante todo al servicio de las personas, del hombre entero y de toda la comunidad humana.

Es por ello necesaria la solidaridad entre las naciones cuyas políticas son ya interdependientes. Es todavía más indispensable cuando se trata de acabar con los “mecanismos perversos” que obstaculizan el desarrollo de los países menos avanzados. Es preciso sustituir los sistemas financieros abusivos, si no usurarios; las relaciones comerciales inicuas entre las naciones y la carrera de armamentos, por un esfuerzo común para movilizar los recursos hacia objetivos de desarrollo moral, cultural y económico “redefiniendo las prioridades y las escalas de valores”.

Las naciones ricas tienen una responsabilidad moral grave respecto a las que no pueden por sí mismas asegurar los medios de su desarrollo, o han sido impedidas de realizarlo por trágicos acontecimientos históricos. Es un deber de solidaridad y de caridad; es también una obligación de justicia si el bienestar de las naciones ricas procede de recursos que no han sido pagados con justicia. La ayuda directa constituye una respuesta apropiada a necesidades inmediatas, extraordinarias, causadas por ejemplo por catástrofes naturales, epidemias, etc. Pero no basta para reparar los graves daños que resultan de situaciones de indigencia ni para remediar de forma duradera las necesidades. Es preciso también reformar las instituciones económicas y financieras internacionales para que promuevan y potencien relaciones equitativas con los países menos desarrollados.

Como se vio líneas arriba, el apetito desordenado de dinero no deja de producir efectos perniciosos y es una de las causas de los numerosos conflictos que perturban el orden social. Bien lo dijo Jesús: “No podéis servir a Dios y al dinero” (Mt 6, 24; Lc 16, 13).

LA CODICIA SOBRE LAS COSAS AJENAS

La codicia del bien ajeno de la que se habla en el décimo mandamiento en la biblia, se refiere a la intención del corazón y tiene su origen en la idolatría. Es a la vez la raíz del robo, de la rapiña y del fraude, prohibidos en el séptimo mandamiento.


Hay que reconocer que el apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no poseemos. Así, desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece o es debido a otra persona.

La biblia es muy clara al respecto, nos exige alejarnos en primer término de la avaricia y del deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Su gravedad reside en que ese deseo desordenado nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder, nos aleja de Dios. Debemos estar atentos para no dejarnos tampoco llevar por el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales.

En segundo lugar, cuando la escritura nos indica: No codiciarás, nos está diciendo, en otros términos, que apartemos nuestros malos deseos de todo lo que no nos pertenece. Un ejemplo sería aquel comerciante que desea la escasez y la carestía de las mercancías, y no soporta que otros, además de él, compren y vendan, porque él podría comprar más barato y vender más caro; o también peca aquel que desea que sus semejantes estén en la miseria para enriquecerse comprando y vendiendo. Igual podría ser el caso de un médico que deseara que hubiera enfermos; o del abogado que anhele causas y procesos numerosos y sustanciosos.

En tercer término, Dios nos conmina a desterrar del corazón humano la envidia, la cual, manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida. Cuando se desea al prójimo un mal grave se convierte en pecado mortal.

“De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad” decía San Gregorio Magno. La biblia nos revela que la envidia puede conducir a las peores fechorías (cf Gn 4, 3-7; 1 R 21, 1-29). De hecho, la muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (cf Sb 2, 24). Por ello, la envidia es un pecado capital.

Quiero ver a Dios

Solo si purificamos nuestros deseos y buscamos la felicidad verdadera, podremos apartarnos del apego desordenado a los bienes de este mundo, encontrando nuestra plenitud en la visión y la bienaventuranza de Dios. Nos corresponde, por tanto, luchar, con la gracia de lo alto, para obtener los bienes que Dios promete. Para poseer y contemplar a Dios, los fieles cristianos mortifican sus concupiscencias y, con la ayuda de Dios, vencen las seducciones del placer y del poder.

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