martes, 12 de mayo de 2009

Complejos de culpabilidad. Parte 1

Tomado del libro: Salmos para la vida de Ignacio Larrañaga

Una cosa es la humildad, y otra, la humillación. La humildad es hija de Dios, y la humillación, hija del orgullo; la humildad es una actitud postiva; la humillación en cambio, autodestructiva; en el fondo de los complejos de culpabilidad aletea insesantemente aquel binomio de muerte: verguenza-tristeza, efectivamente, en su último análisis, los complejos de culpa se reducen a estos sentimientos combinados.


Y, en el fondo de estos complejos, se agita un instinto de venganza en contra de si mismos: se irritan en contra de si mismos porque se sienten tan poca cosa; se indignan y sienten rabia por ser así, tan incapaces de actuar según los criterios de Dios y de la razón. Se humillan, viven ensañándose en contra de si mismos por no aceptar sus limitaciones e impotencias, avergonzándose y entristeciéndose de ser tan poca cosa, tan impotentes para actuar según los principios de la rectitud.

Y probablemente, en el último análisis de estos complejos, la madre que da a luz a estos sentimientos es el complejo de omnipotencia, lastimado, herido y derrotado al comprobar que no puede volar por las cumbres del ideal y de la santidad.

Y estos sentimientos se han cultivado deliberadamente entre nosotros, como si nos dijera: humíllate, castígate, avergüénzate, arrepiéntete, eres un miserable, un rebelde que no merece misricordia... Naturalmente no se decían estas palabras, pero, en el fondo, era una tácita invitación a ensañarse en contra de si mismo por ser pecador, y, como pecador, se merecía el castigo, y, antes de ser castigado por Dios como lo merecían sus pecados, era preferible castigarse (psicológicamente)a si mismo, y castigándose uno mismo (mediante los sentimientos de culpa) se tenía la impresión de que se estaba satisfasiendo a la justicia divina y aplacando su ira. Había que hacer penitencia para merecer la misericordia divina, olvidándose de que, aunque se haga penitencia hasta el fin del mundo, la misericordia no se merece, se recibe.

Y toda esta obra demoledora se hacía en el nombre de Dios, creyendo que, con esta autopunición psicológica, se ofrecía a Dios un sacrificio agradable, que satisfacía su ira y sus impulsos de venganza. Pero no eran, ni son, cosa agradable a Dios, sino muy al contrario, se trata del lado más negativo del corazón humano.

En el fondo, pues, de estos sentimientos de culpa, palpita uan teología profundamente desenfocada. ¿Satisfacer la justicia divina y calmar los impulsos vengativos de Dios? ¿Cual Dios? ¿Un Dios vengativo, sanguinario y cruel? ¿un Dios a quien hay que aplacar con penitencias y con castigos mentales en contra de sí mismos? ¿De dónde salió ese Dios?

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