Tomado de www.vatican.va
A los laicos nos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios.
El fiel
laico
Con
el nombre de laicos se designan a todos los fieles cristianos, a excepción de
los miembros del orden sagrado y los del estado religioso aprobado por la
Iglesia. Es decir, los fieles que, habiendo sido bautizados, integrados al Pueblo de Dios y hechos partícipes, a su modo, de la
función sacerdotal, profética y real de Cristo, ejercemos en la Iglesia y en el
mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde.
Con lo anterior tenemos que nuestra identidad de fiel laico nace y se alimenta de
los sacramentos: del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía. Esto quiere decir que somos discípulos de Cristo a partir de los
sacramentos y en virtud de ellos, es decir, en virtud de todo lo que Dios ha
obrado en nosotros imprimiéndonos la imagen misma de su Hijo, Jesucristo. Es pues un don.
Precisamente de este
don divino de gracia, y no de concesiones humanas, nace el triple «munus» (don y tarea), que cualifica al laico como profeta, sacerdote y
rey, según nuestra índole secular al no ser prebíteros y/o religiosos(as).
Nuestra tarea como laicos entonces, es anunciar el
Evangelio con el testimonio de una vida ejemplar, enraizada en Cristo y vivida
en las realidades temporales: O sea, en la familia; en el compromiso profesional en el
ámbito del trabajo, de la cultura, de la ciencia y de la investigación; en el
ejercicio de las responsabilidades sociales, económicas, políticas; etc.
Así pues, todas las
realidades humanas seculares, personales y sociales, ambientes y situaciones
históricas, estructuras e instituciones, son el lugar propio del vivir y actuar
de los cristianos laicos. Y precisamente estas realidades son destinatarias del amor de Dios, por lo que nuestro compromiso de fieles laicos debe corresponder a esta visión.
Como se dijo, el testimonio del laico nace de un don de
gracia. Ésta es
la motivación que hace significativo nuestro compromiso en el mundo y lo diferencia totalmente de la "mística de la acción", propia del humanismo ateo, carente de
fundamento último y circunscrita a una perspectiva puramente temporal.
El
horizonte que contempla el más allá, es la clave que permite a los cristianos comprender correctamente las
realidades humanas, y desde esa perspectiva (la de los bienes definitivos), somos capaces de orientar con autenticidad nuestra actividad terrena. Hay que señalar siempre que el nivel de
vida y la mayor productividad económica, no son los únicos indicadores válidos
para medir la realización plena del hombre en esta vida, y valen aún menos si se
refieren a la futura. El hombre, sujeto de la historia humana, en efecto, no se limita al solo horizonte
temporal, sino que mantiene íntegramente su
vocación eterna.
La espiritualidad del fiel
laico
Los laicos estamos llamados a cultivar una
auténtica espiritualidad, que nos regenere como hombres y mujeres nuevos;
inmersos por un lado en el misterio de Dios, pero por otro, incorporados en la sociedad, santos y
santificadores. Esta espiritualidad nos hace capaces de mirar más allá de la historia, sin alejarnos de ella; de
cultivar un amor apasionado por Dios, sin apartar la mirada de los hermanos, a
quienes más bien se logra mirar como los ve el Señor y amar como Él los ama.
Es
una espiritualidad que rehuye tanto el espiritualismo intimista como
el activismo social y sabe expresarse en una síntesis vital que confiere
unidad, significado y esperanza a la existencia, que por tantas y diversas razones
es muchas veces una existencia contradictoria y fragmentada.
Así, animados por esta espiritualidad, los fieles
laicos podemos contribuir, desempeñando nuestra propia profesión (guiados por el
espíritu evangélico) a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de
fermento. Y así hacer manifiesto a Cristo ante los demás, primordialmente
mediante el testimonio de su vida.
Los laicos debemos fortalecer nuestra vida
espiritual y moral, madurando las capacidades requeridas para el cumplimiento de
nuestros deberes sociales. Esto debe ser
fruto de un empeño dinámico y permanente de formación, orientado sobre todo a
armonizar la vida y la fe.
En nuestra experiencia como creyentes, no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida
“espiritual”, con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida
“secular”, es decir, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones
sociales, del compromiso político y de la cultura.
La unión entre fe y vida requiere un camino regulado
por la
adhesión a la Palabra de Dios; la celebración litúrgica del misterio cristiano;
la oración personal; la experiencia eclesial auténtica, el ejercicio de
las virtudes sociales y el perseverante compromiso de formación cultural y
profesional.
Doctrina social y experiencia
asociativa
También los grupos, las asociaciones y los movimientos
tienen su lugar en la formación de los fieles laicos. Tienen, en efecto, la
posibilidad, cada uno con sus propios métodos, de ofrecer una formación
profundamente injertada en la misma experiencia de vida apostólica, como también
la oportunidad de completar, concretar y especificar la formación que sus
miembros reciben de otras personas y comunidades.
La doctrina social de la Iglesia es de suma
importancia para los grupos eclesiales que tienen como objetivo de su compromiso
la acción pastoral en ámbito social. Estos constituyen un punto de
referencia privilegiado, ya que operan en la vida social conforme a su fisonomía
eclesial y demuestran, de este modo, lo relevante que es el valor de la oración,
de la reflexión y del diálogo para comprender las realidades sociales y
mejorarlas.
También las asociaciones profesionales, que agrupan a sus
miembros en nombre de la vocación y de la misión cristianas en un determinado
ambiente profesional o cultural, pueden desarrollar un valioso trabajo de
maduración cristiana.
El servicio en los
diversos ámbitos de la vida social
Podemos afirmar por último, que la presencia de los fieles laicos en el campo social se
caracteriza por el servicio, signo y expresión de la caridad, que se manifiesta
en la vida familiar, cultural, laboral, económica, política, según perfiles
específicos.
Obedeciendo a las diversas exigencias de su ámbito particular
de compromiso, los fieles laicos expresamos la verdad de nuestra fe y, al mismo tiempo,
la verdad de la doctrina social de la Iglesia, que encuentra su plena
realización cuando se vive concretamente para solucionar los problemas sociales.
Y es que la credibilidad misma de la doctrina social reside, en efecto, en el testimonio
de las obras y no solo en sus argumentaciones.
Todo lo que ha propuesto el
Concilio, pretende ayudar a todos los hombres de nuestros días, a los que creen
en Dios y a los que no creen en Él de forma explícita, a fin de que, con la más
clara percepción de su entera vocación, ajustemos mejor el mundo a la superior
dignidad del hombre, tendamos a una fraternidad universal más profundamente
arraigada y, bajo el impulso del amor, con esfuerzo generoso y unido, se responda
a las urgentes exigencias de nuestra época.
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