Conocer la vida de otras
personas ejemplares que inclusive son consideradas santas, aquellos que por su
amor a Dios y a los demás toman decisiones quizás en contra de su propia
satisfacción, salud o seguridad; siempre es edificante. Uno los ve y surge inmediatamente
el ánimo por querer imitar tan valiosa y desinteresada entrega. El problema
viene cuando se intenta llevar a la práctica tan loable intención,
cuando se
requiere ese "negarse a sí mismo, tomar la cruz y seguirle”, como decía
Jesucristo. Porque bien dijo El mismo en otro momento, el espíritu es animoso
pero la carne es débil. Pero aun sabiendo todo esto, sigue siendo difícil
hacerlo.
¿Qué hacer entonces? ¿Cómo romper
ese círculo de arranque impetuoso y desinfle en las primeras dificultades? Solo
el amor salva.
No se trata de esfuerzos
heroicos individuales. Y es que no estamos hablando de cualquier cosa sino de una lucha
espiritual que tiene consecuencias en nuestra vida terrenal, tangible. Por
ello, abordar una iniciativa así únicamente con nuestras propias fuerzas
resulta infructuoso. Solo el amor salva.
¿Dónde está pues ese amor
salvador? Está en Dios mismo. Es el Espíritu Santo quien nos guía y da fuerza.
Jesús nos enseña el camino, nos consuela, nos anima y nos pone el ejemplo, y
Dios Padre nos hace participes mediante múltiples actos, hechos,
acontecimientos, sentimientos, movimiento del alma, de su infinito amor.
¿Qué estamos diciendo? ¿Que
nuestro empeño es valioso y necesario? sí, por supuesto. ¿Que tendremos
efectivamente en muchas ocasiones que negarnos a nosotros mismos? es evidente
que sí. Pero ante todo, será Dios mismo quien detonará ese cambio, esa
conversión en nosotros. Solo El da el agua viva, solo de El proviene el pan de
vida, solo Dios tiene poder para perdonar y olvidar nuestras fallas y pecados.
Solo El, mediante el amor, nos consolará, renovará nuestra fuerza interior y
purificará nuestra intención. Somos entonces salvados por Dios mismo, porque
somos sus hijos hechos a imagen y semejanza suya.
Partiendo de todo esto, ¡claro
que se puede ser santo! y vivir ahora sí, las virtudes en grado heroico; entregarse
a los demás, tener buenos pensamientos y estar dispuesto a hacer su santa
voluntad con alegría. Ser felices en lo próspero y en lo adverso, en la salud y
en la enfermedad. Eso es tener santidad. Solo cuando al igual que Pablo podemos
decir, “ya no soy yo, sino es Cristo quien vive en mí”.
Solo así uno comprende como aquellos hombres y
mujeres que hoy veneramos como santos pudieron haber tenido tal plenitud en
esta vida terrena y por lo tanto ahora gozan en la presencia de Dios.
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