jueves, 31 de enero de 2013

Ser santos hoy

Conocer la vida de otras personas ejemplares que inclusive son consideradas santas, aquellos que por su amor a Dios y a los demás toman decisiones quizás en contra de su propia satisfacción, salud o seguridad; siempre es edificante. Uno los ve y surge inmediatamente el ánimo por querer imitar tan valiosa y desinteresada entrega. El problema viene cuando se intenta llevar a la práctica tan loable intención,

cuando se requiere ese "negarse a sí mismo, tomar la cruz y seguirle”, como decía Jesucristo. Porque bien dijo El mismo en otro momento, el espíritu es animoso pero la carne es débil. Pero aun sabiendo todo esto, sigue siendo difícil hacerlo. 

¿Qué hacer entonces? ¿Cómo romper ese círculo de arranque impetuoso y desinfle en las primeras dificultades? Solo el amor salva.

No se trata de esfuerzos heroicos individuales. Y es que no estamos hablando de cualquier cosa sino de una lucha espiritual que tiene consecuencias en nuestra vida terrenal, tangible. Por ello, abordar una iniciativa así únicamente con nuestras propias fuerzas resulta infructuoso. Solo el amor salva.

¿Dónde está pues ese amor salvador? Está en Dios mismo. Es el Espíritu Santo quien nos guía y da fuerza. Jesús nos enseña el camino, nos consuela, nos anima y nos pone el ejemplo, y Dios Padre nos hace participes mediante múltiples actos, hechos, acontecimientos, sentimientos, movimiento del alma, de su infinito amor.

¿Qué estamos diciendo? ¿Que nuestro empeño es valioso y necesario? sí, por supuesto. ¿Que tendremos efectivamente en muchas ocasiones que negarnos a nosotros mismos? es evidente que sí. Pero ante todo, será Dios mismo quien detonará ese cambio, esa conversión en nosotros. Solo El da el agua viva, solo de El proviene el pan de vida, solo Dios tiene poder para perdonar y olvidar nuestras fallas y pecados. Solo El, mediante el amor, nos consolará, renovará nuestra fuerza interior y purificará nuestra intención. Somos entonces salvados por Dios mismo, porque somos sus hijos hechos a imagen y semejanza suya.

Partiendo de todo esto, ¡claro que se puede ser santo! y vivir ahora sí, las virtudes en grado heroico; entregarse a los demás, tener buenos pensamientos y estar dispuesto a hacer su santa voluntad con alegría. Ser felices en lo próspero y en lo adverso, en la salud y en la enfermedad. Eso es tener santidad. Solo cuando al igual que Pablo podemos decir, “ya no soy yo, sino es Cristo quien vive en mí”.

Solo así uno comprende como aquellos hombres y mujeres que hoy veneramos como santos pudieron haber tenido tal plenitud en esta vida terrena y por lo tanto ahora gozan en la presencia de Dios.

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