Tomado del Catecismo de la Iglesia Católica
La fe es una gracia
Cuando san Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el
Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido «de la
carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17;
cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud
sobrenatural infundida por Él. «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la
gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con los auxilios interiores
del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del
espíritu y concede "a todos gusto en aceptar y creer la verdad"» (DV
5).
La fe es un acto humano
Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios
interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto
auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del
hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él
reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia
dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus
intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un
hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es
todavía menos contrario a nuestra dignidad «presentar por la fe la sumisión
plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela»
(Concilio Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con Él.
En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas
cooperan con la gracia divina: «Creer es un acto del entendimiento que asiente a
la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia»
(Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q. 2 a. 9; cf. Concilio Vaticano I:
DS 3010).
La fe y la inteligencia
El motivo de creer no radica en el hecho de que
las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de
nuestra razón natural. Creemos «a causa de la autoridad de Dios mismo que revela
y que no puede engañarse ni engañarnos». «Sin embargo, para que el homenaje de
nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios
interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su
revelación» (ibíd., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf.
Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de
la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad «son signos certísimos de la
Revelación divina, adaptados a la inteligencia de todos», motivos de
credibilidad que muestran que «el asentimiento de la fe no es en modo alguno un
movimiento ciego del espíritu» (Concilio Vaticano I: DS 3008-3010).
La fe es cierta, más cierta que todo
conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede
mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a
la experiencia humanas, pero «la certeza que da la luz divina es mayor que la
que da la luz de la razón natural» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2,
q.171, a. 5, 3). «Diez mil dificultades no hacen una sola duda» (J. H. Newman,
Apologia pro vita sua, c. 5).
«La fe trata de comprender» (San Anselmo de
Canterbury, Proslogion, proemium: PL 153, 225A) es inherente a la fe que
el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender
mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su
vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre «los
ojos del corazón» (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos
de la Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios
de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado.
Ahora bien, «para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el
mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones»
(DV
5). Así, según el adagio de san Agustín (Sermo 43,7,9: PL 38, 258), «creo
para comprender y comprendo para creer mejor».
Fe y ciencia. «A pesar de que la fe esté por
encima de la razón, jamás puede haber contradicción entre ellas. Puesto que el
mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe otorga al espíritu humano la
luz de la razón, Dios no puede negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir
jamás a lo verdadero» (Concilio Vaticano I: DS 3017). «Por eso, la investigación
metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico
y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la fe,
porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el
mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza
por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la
mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son» (GS
36,2).
La libertad de la fe
«El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a
Dios; nadie debe ser obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el
acto de fe es voluntario por su propia naturaleza» (DH
10; cf. CDC,
can.748,2). «Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en
verdad. Por ello, quedan vinculados en conciencia, pero no coaccionados [...]
Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús» (DH
11). En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a
nadie. «Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los
que le contradecían. Pues su reino [...] crece por el amor con que Cristo,
exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él» (DH
11).
La necesidad de la fe
Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para
salvarnos es necesario para obtener esa salvación (cf. Mc 16,16;
Jn 3,36; 6,40 e.a.). «Puesto que "sin la fe... es imposible agradar a
Dios" (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie
es justificado sin ella, y nadie, a no ser que "haya perseverado en ella hasta
el fin" (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna» (Concilio Vaticano I:
DS 3012; cf. Concilio de Trento: DS 1532).
La perseverancia en la fe
La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este
don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate
el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla
rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y
perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios;
debemos pedir al Señor que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5;
22,32); debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser
sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de
la Iglesia.
La fe, comienzo de la vida eterna
La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de
la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios
«cara a cara» (1 Co 13,12), «tal cual es» (1 Jn 3,2). La fe es,
pues, ya el comienzo de la vida eterna:«Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo, es como si poseyésemos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día» ( San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto 15,36: PG 32, 132; cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.4, a.1, c).
Ahora, sin embargo, «caminamos en la fe y no [...] en
la visión» (2 Co 5,7), y conocemos a Dios «como en un espejo, de una
manera confusa [...], imperfecta" (1 Co 13,12). Luminosa por aquel en
quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser
puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo
que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las
injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer
la fe y llegar a ser para ella una tentación.
Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos
de la fe: Abraham, que creyó, «esperando contra toda esperanza» (Rm
4,18); la Virgen María que, en «la peregrinación de la fe» (LG
58), llegó hasta la «noche de la fe» (Juan Pablo II, Redemptoris Mater,
17) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y
tantos otros testigos de la fe: «También nosotros, teniendo en torno nuestro tan
gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y
corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el
que inicia y consuma la fe» (Hb 12,1-2).
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