lunes, 17 de diciembre de 2012

Feliz Navidad

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna” (Jn 3, 16)

Queridos hermanos y amigos en la fe:
Un año más nos damos cita en las fiestas natalicias que nos consienten contemplar al Señor Jesús y en Él, la humildad de la misión de Dios que viene en medio de nosotros como prueba de su gran amor.


Puesto que de una fiesta se trata, no es difícil ver que hay infinidad de modos de festejar y, en nuestra sociedad cada uno parece encontrar lo que mejor responde a la experiencia que hace de Dios.
Estas celebraciones navideñas, en lugares diversos y, para no pocos, será el modo de hacer una pausa y tener unos días de descanso, para otros, la ocasión para hacer compras e intercambiar regalos. Están quienes no podrán festejar nada, debido a la crisis o por encontrarse en contextos de guerra y violencia. Están también los indiferentes, aquellos a los que Navidad nada dice y un sinnúmero que no lo celebran porque ignoran que existe un Dios que habita entre nosotros.

A pesar de todo, el Señor no falta a su cita y nos sorprende, una vez más, con la delicadeza, la sencillez, el respeto, la discreción y el amor con el que se acerca a nuestro mundo y a cada uno de nosotros para suplicar un espacio en nuestro corazón, en nuestra vida, en nuestros pensamientos y en nuestras acciones, donde pueda establecer su morada.

En este sentido la fiesta de Navidad nos reta a reavivar en nosotros una actitud contemplativa, vivida en el silencio, en la escucha y en la acogida de la Palabra de Dios que quiere ser, hoy también, para nuestro mundo, presencia y compromiso de Dios, prenda de felicidad auténtica y respuesta a la búsqueda de sentido de nuestra humana existencia.

El pesebre, como un icono que trasluce al Dios invisible, es ni más ni menos que la puerta de acceso al inmenso misterio de Dios que quiere darse a conocer, que quiere mostrar su rostro, que no acepta seguir en el anonimato y desea compartir nuestra historia, renunciando a su eternidad y haciéndose tan cercano que camina a nuestro lado día a día.

¿Cómo se puede festejar cuando en el mundo de hoy existen tantos millones de personas que desconocen la Buena Nueva? ¿Cómo celebrar viendo a nuestro alrededor tanta injusticia y tanta violencia? ¿Cómo se puede hacer fiesta cuando presenciamos tanta pobreza y miseria, tanto desprecio por la vida y por los valores que podrían brindarnos la oportunidad de vivir como seres humanos con la dignidad debida?

Estas preguntas y muchas otras nos hacen comprender a los misioneros la necesidad y la urgencia de vivir nuestra consagración como testigos auténticos y creíbles del Señor a quien no solo descubrimos como presente en nosotros, sino que lo hemos aceptado como al único dueño y propietario de nuestra vida.

Se trata de franquear una puerta al Señor en nuestra vida para que quede patente que es Él quien ocupa nuestro corazón y todo lo que somos y hacemos.

A los misioneros se nos pide mostrar a la humanidad que Dios se hizo misionero para salir al encuentro de cada persona y de especial modo, de los pobres y abandonados. De nosotros se espera que seamos los centinelas que en la noche izan la luz de la esperanza, el calor de la justicia y la chispa del amor que ayuden a nuestros contemporáneos a encontrar motivos para creer y razones para descubrir a Dios que nunca se alejó y no pide más que una mínima oportunidad para demostrarnos que en Él está nuestra felicidad.

Hermanos y amigos, hagamos fiesta, celebremos esta Navidad como la primera vez que sucedió hace dos mil doce años y agradezcamos a Dios el don de su Hijo, porque en este gesto de su generosidad tienen su origen nuestra vocación (cualesquiera que sea), y nuestro ministerio.

Celebremos con alegría el día en que Dios decidió hacerse misionero para salir a nuestro encuentro, y pidamos la gracia de corresponder con la donación de nuestra vida para que la Palabra hecha carne en el cuerpo del Señor pueda ser reconocida, aceptada y celebrada por tantos hermanos que recibieron la gran noticia: Dios se hizo uno de nosotros.

Les deseo a todos una Santa Navidad y bendiciones para todas sus familias.

Un abrazo de hermano,

P. Rubén Bojórquez Sandoval, mccj
Malawi, Africa

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