Fuente: http://www.fluvium.org/
Quienes aspiran a encontrar la felicidad en el placer sexual padecen un grave error antropológico, pues están pidiendo a la sexualidad algo que ésta no puede dar. El sexo es algo bueno y noble, parte esencial de la vida matrimonial, pero ni es la felicidad ni da realmente la felicidad. Más aún, como enseña tantas veces la experiencia universal, cuando el sexo se desgaja de la intimidad conyugal se transforma a menudo en una estructura de explotación, e incluso en los casos patológicos en una verdadera locura.
Es bien comprensible que esto sea así, pues el sexo tiene una importancia grande en el equilibrio vital humano. Los seres humanos se desquician al abusar del sexo fuera del horizonte conyugal que es el que le confiere su genuino sentido procreador y familiar.
Algo hay que hacer
Esas historias sobrecogedoras relativas a violencia, desenfreno o relativismo sexual que de cuando en cuando nos llegan a través de los medios de comunicación deberían alertarnos.
La civilización del amor no es una civilización pansexual en la que todo vale si es entre adultos y por consentimiento mutuo. El sexo debe guardarse para el ámbito íntimo de donde nunca debería haber salido. Hay que retirarlo de la publicidad, de internet, de las pantallas de televisión. Una sana ecología ambiental, que eliminara esa sexualización del espacio público, ayudaría a desarrollar unas relaciones mucho más humanas entre hombres y mujeres.
Pero lo que más nos hiere quizá de estas historias periodísticas es que muchas veces el abuso sexual se perpetra en el ámbito familiar. Cuando el espacio del amor se convierte en un infierno de explotación es cuando pensamos —sin miedo a equivocarnos— que el sexo ha enloquecido totalmente y que algo debemos hacer. Por lo menos hay que empezar a hablar de lo que es de verdad el amor.
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